Más allá de la pérdida del símbolo y del amigo
que me conoció cuando yo tenía 20 años, y tímidamente me pedía permiso para sentarse en mi mesa del Sorocabana, cuando por lo general era acosado por admiradores que querían un ratito de su tiempo
(he de decir que yo estaba entre ellos, sus admiradores más fanáticos, pero no lo demostraba… sin embargo, cuando entré a la Facultad de Humanidades y todavía no lo conocía personalmente, los primeros meses de clase pensaba: “por estas mismas escaleras subía Darnauchans…”)
la muerte de ayer, del hombre Eduardo Darnauchans, hace morir un montón de partes mías, de mi historia personal. No sólo de la historia del Uruguay, que sin duda quedó rasgada y empobrecida con este entierro
que es además entierro de las posibilidades de
algún día
alguna vez
cuando sanara el cuerpo y el alma
seguir creando
completando la Darnauchaniana
ya no la Dylaniana
y Bob Dylan lo acompañó en el entierro sin saberlo
y sigue tan campante por allí
Más allá de todo eso, con el Darno se fueron varios de mis propios personajes:
Ma Damme, aquella joven de mechón champán y guante negro, que todos amaban platónicamente en el Sorocabana y jamás le hablaba a nadie (más que a algunos elegidos como él)
“la donante de sueños de Darnauchans”, según me reconocían algunos (la que luego dejó de soñar…)
aquella lejana amiga que visitaba países palúdicos, a su decir, como Panamá y México, y a donde le mandaba correos electrónicos dictados a una misteriosa Nátasha que los tecleaba, cartas (porque eran eso) que afortunadamente esa amiga conserva y donde se despide “Servant” y la homenajeaba con otro montón de giros del idioma
Con él los entierro también, a esas partes mías que él había inventado. Duelen, las dos cosas. Los amigos arrebatados, la historia personal arrebatada, que es lo mismo que la memoria, finalmente, la identidad. ¿Ahora quién nos va a reconocer?
Mis amigos comenzaron a morirse mucho antes de que yo cumpliera treinta años…
Qué tristeza.