¿Morirse realmente lo sacará a uno de este torbellino de urgencias, del estúpido día a día, del perder contacto con lo importante? ¿O será tan solo una continuación del mismo desacierto en otro país, un país gélido e impersonal, un país incorpóreo y sin memoria?

¿Cómo hacía uno antes, cuando era joven, para mantenerse siempre conectado con lo que cuenta, con lo que vale la pena, con lo sagrado? O al menos yo lo hacía; desde los trece años estoy segura, si no antes: era hasta una militancia cósmica, una postura, una plegaria de cada día al despertarme. Pero no solo corría por las venas de mi voluntad: también era algo celular, algo arraigado en la savia de la vida misma, en el desborde de energía que palpitaba en mí. Ser. Conocer. Empaparme. Sumergirme. Sentir. Conectarme. Arraigarme a fondo para después, de todas formas, salir volando para ver y conocer más, más, siempre más.

Supongo que esa libertad tenía que ver con la esclavitud de mis padres, con su sustento material, con su propia lucha contra el caos cotidiano. Que quizás ellos también sintieran urgente, estúpida y sin mayor sentido, como yo lo siento ahora…