Quince días sin escribir, aquí ni en ningún lado, porque los espacios que van quedando para mi escritura son cada vez más mentales u oníricos, inasibles. No tienen más nada que ver con el papel o el teclado, y la verdad es que sufro mucho por ello. O quizás, a codazos con la realidad, escribo algún correo, algún post en la Levrero´s Tribe del Facebook, qué sé yo. Alguna servilleta. Alguna hojita en la sala de espera de un doctor. Pero el blog es, o debería ser, en estos tiempos de ya no poder estar conmigo misma, el cable a tierra, o mejor dicho, el cable al cielo, a lo que no es de este mundo nada más. Quince días sólo para poner estas pinches, miserables líneas.
Y sí, las pongo ahora, cuando no debo, en el medio de cosas sin hacer y cosas por atender, pero es que hace unos instantes sonaba en la radio una canción del Darno, una canción que nunca escuché, como tantas (es decir, todas sus canciones de “El ángel azul”, primero porque me aterrorizaba poner el disco a pesar de que SyF me lo regaló, amorosa, y luego porque el día que decidí hacerlo no funcionó, decía “no hay disco”, lo que tomé como señal de no estar preparada todavía), una canción que decía algo de Sarajevo, y que sonaba en otro idioma, o así me pareció, y era la voz de él, a punto de extinguirse, y de pronto sentí que la serpiente subía otra vez desde mi corazón hasta mis ojos y lo único que quería era llorar. Esa voz que nada ni nadie nos devolverá, y que hay que agradecer tanto, tanto que haya quedado grabada, inmortal… incluso hay que agradecer por esas últimas, agónicas grabaciones que Ferradás logró ayudar a parir cuando nadie lo hubiera creído posible.
Ya me lo había advertido mi amiga Morgana: “Vas a llorar mucho cuando lo escuches. Yo me dije entonces que era el último disco del Darno, y así fue”. Hadas, brujas, al fin de cuentas.