Anoche, tarde y muy cansada, tapada con montones de frazadas porque un inexplicable frío se empezó a apoderar de mi cuerpo, sentí con toda claridad los dedos helados de la muerte tocándome la espalda.

Me refiero a que lo sentí físicamente. Era un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura ambiente, una especie de cosquilla maligna, un burbujeo gélido que empezaba del cuello e iba bajando hasta el el final de la columna. Me tapaba más y más, me tapaba hasta la frente, pero no había manera de conjurarla.

Recordé que Carlos Castaneda dice que nuestra muerte está siempre a la izquierda, más o menos a la distancia de un brazo. No es así. La mía, por lo menos, está en estos momentos a mis espaldas, demasiado cerca para mi gusto. Y no se trata de la muerte por mano propia ni mucho menos: es la clara sensación de que en este momento se abrieron agujeros difíciles de definir en el orden del universo, del universo que roza mi vida cotidiana, y ella está ahí, presta a empujarme por alguno. Mala compañía, realmente. No es la muerte linda, la muerte de los altares mexicanos, de las flores y la memoria, de la comida y la música, del tequilita para el finado, la muerte entrelazada con el amor y el recuerdo fiel: es la muerte esquelética, la gris, la que chupa la savia vital y se encarama en las espaldas como un mono, como una mochila, como un lisiado que finge.

G. me dio la mano porque percibió mi angustia, que parecía la angustia esperable de alguien frente a un insomnio inoportuno, en medio de mucho trabajo. Esa mano era lo único que me mantuvo con vida anoche: era tibia, era una mano de vida. Si no hubiera sido por ese contacto, quizás no hubiera despertado esta mañana. Más tarde me abrazó; apenas el calor de un cuerpo grandísimo como el de él podía controlar los escalofríos. Supe que, si él estaba allí, sería el escudo que mantendría a la Huesuda lejos de mi espalda, la echaría para que ya no me acariciara sin permiso.

Yo no puedo morirme, ciertamente. Tengo un niño chiquito, un ángel de capa, un dinosaurio de un metro de altura, con ojos azules que combinan con un cielo despejado de un Montevideo de buen humor o un Guanajuato ventoso por la altura.

Anoche estuve en el huerto de los olivos y tampoco me contestó Dios.