Hoy viví una escena perfecta: el ómnibus, una tarde soleada, las típicas casas montevideanas a través del vidrio, “Penny Lane” y “Come together” en los oídos, un actor desocupado vestido con larga falda negra metiéndose con todo el mundo y haciéndolos reir en el pasillo (no escuché lo que decía, me da terror que me empiece a hablar, pero la gente se divertía). Nada podía ir mejor.
Y paseé un poco por la Ciudad Vieja (me hace bien ese lugar, de día); ni siquiera podía quedarme a tomar un cafecito, pero lo respiré en el aire: energía, cielo azul. Estuve tentada a entrar en la Catedral nuevamente, a ver si con una mejor óptica interna las cosas se veían distintas, pero no: ya sé que en eso no. En cambio, disfrute los edificios antiguos como nunca. Mis muertos y mis ausentes lejanos estaban, como siempre, pero eran parte de la fuerza de mis alas, no buitres posados en ellas.
Ahora me vengo a enterar de que cerrarán el Bar Mincho: ¡qué poco amor por el paso del tiempo, la historia! Y no lo digo por sus dueños, que a lo mejor están quebrados; lo digo por el gobierno, del bando que sea. ¿Cómo es posible que desaparezcan mapas enteros de nuestra propia identidad sin que nadie haga nada? Aún me lamo las heridas del Sorocabana (¡de los dos!); menos mal que no están ni el Darno ni Marosa para ver esto.
Pero no me voy a amargar. La vida lo obliga a uno cada vez más a interiorizar lo importante y seguir sin ello a la vista. Por ejemplo, al mirarse en el espejo, juas!
Chistecito de fin de tarde soleada.
Vamos, vamos… no me diga, Onetto, ni en chiste. Estaremos medio enclenques, pero con el espejo todavía tenemos buen trato… no tanto como Dorian, pero bue, se hace lo que se puede, cremas mediante y otras yerbas. Jua!
Se aceptan donaciones: una bruja necesita de sus potajes, jua jua!
Menos mal que pronto veré a mi madre, quien siempre me surte.
Con el espejo nunca me llevé demasiado: entre el taimado espejo de la madrasta de Blancanieves, y a mi tía que de niña le dijeron que a las que se miraban mucho se les aparecía el Diablo por detrás (y ella me lo repitió, pero no para asustarme, sino como diciendo “¡Pero qué barbaridad, lo que me dijeron! Y nunca volví a mirarme en el espejo…”, por lo cual yo ahorré el paso intermedio), el panorama era desolador. Levrero siempre dijo que yo tenía un narcisismo no asumido.
Ahora lo asumo más en cuanto a mi verdadero ser interior (¿cómo tendría este blog, si no?), pero en cuanto al reflejo en el espejo hubiera sido más realista asumirlo hace veinte-veinticinco años, juas!
No! el Mincho no!