Ayer: dos cumpleaños infantiles. Con mis torpes manos envuelvo los regalos; lo único que me salva es que elijo lindos papeles, de un solo color, metalizados o con apariencia antigua, y moñitos chicos, o uno grande y uno chico. Es mi forma de expresar disculpas por lo mal envuelto del regalo: hacer ver que, sin embargo, me tomé el tiempo de comprar un papel en un lugar mejor que en el kiosko de la esquina, que no fue a las apuradas, como parece –falsamente– el regalo mismo lleno de arrugas, malos dobleces y cachos irregulares de cinta scotch.

Pensé en cuáles son las actividades manuales que practico. Ninguna. Antes me jactaba de cocinar bien, de aventurarme en recetas ignotas y platillos de tierras lejanas que jamás he visitado (al cansino ritmo que voy en los viajes geográficos de esta vida, seguramente jamás visitaré). Luego empecé a sentirme demasiado observada y claudiqué. Era mi única actividad-tierra. Ahora solo tienen que ver con aire, agua y fuego (hasta por ahí nomás).

Mis manos son un extraño centauro del teclado. Antes lo fueron de la guitarra. Nunca demasiado de los cuerpos. También sirven para sentirse a salvo tocando el frío y parejo vidrio de una copa de vino. Pero para eso necesitaría solo una, claro está. Para escribir a mano también, solo la derecha. La izquierda es para llevar el anillo, pero eso es subsanable, llegado el caso.

Todo: los móviles para decorar el salón en la escuelita, cortar la torta y disponerla en servilletas, decorar con guirnaldas, confeccionar envoltorios para las sorpresitas (mi madre guardaba los cilindros de cartón del papel higiénico y los forraba con papel crepé, terminándolos en una colita desflecada de ambos lados), ni hablar de las actividades típicamente femeninas como el jardín, la decoración gastronómica, las artesanías de troquelado, repujado y demás, coser, tejer, bordar. Todo eso es un suplicio y soy tan torpe como Astor y sus compañeritos para hacerlo. Ahora al fin sé prender el fuego. Lavar platos tampoco me molesta, sobre todo cuando recuerdo –aunque no practico– que hasta puede ser una experiencia zen.

En cambio, me manejo bien con los sueños y las pesadillas, el insomnio y la escritura automática, el acuoso mundo de internet, el conocimiento y la fantasía, el fuego de la memoria, el aire del pensamiento. Y las manos ahí sí que me acompañan. Claro, no sirve de mucho si no tengo el tiempo para zambullirme y entregarme a mí misma. Es que tengo tantos, tantos regalos que envolver…