Luego de envolver durante cinco horas por reloj los casi treinta regalos de Navidad (no es exageración: me dolían tanto las pantorrillas que tuve que poner las piernas para arriba, humillada en mi decrepitud de la mediana edad, y para colmos recordando que de niña soñaba con ser azafata… poca carrera hubiera tenido), tras el hermoso round de la medianoche en que por arte de birlibirloque aparecen cada año cientos de regalos bajo el arbolito de mi familia política -previa distracción vía fuegos artificiales de los niños, que son sacados por un comando ad hoc a la vereda, los otros apurándonos locamente para armar todo antes de que entren y se escuche el estallido sonoro de felicidad al ver esa juguetería de colores y moños-, luego de todo lo lindo que puede ser una Nochebuena dentro de una familia grande, grande, que me recuerda a la mía propia de la infancia antes de que nos fuéramos de Uruguay, aquella en que primos, tíos, abuelos, padres, se mezclaban en una sinfonía única de pertenencias, de tribus, de clanes; luego de probar manjares, lasañas maravillosas de una vez al año, brindar, desear, se vino al amanecer el domingófilo día 25 y miré -dentro de la habitual pachorra que forma como una nata navideña en la ciudad- un programa llamado Navidad en Disney. Se trataba de una serie de clips tomados de conciertos de grandes figuras musicales, especialmente de los años 70, todo patrocinado por la omnipresente compañía de ratones buenos, patos malhumorados y princesas sin demasiadas ambiciones mundanas.

Tanta nostalgia por aquellas revividas navidades de niña -esas que ahora por suerte protagoniza mi hijo gracias a que decidimos volver a Uruguay y no quedarnos solitos y desarraigados allá en México- se conjugó con este punzante sentimiento de la inevitable decadencia. Declive que también tuvieron mis navidades, al crecer todos, separarnos, morir abuelos y algunos tíos, fin de la fiesta; ese marchitarse, como parte de la letra chica del contrato, se me juntó al ver a las estrellas de entonces con la clara acción del paso del tiempo: aunque algunos artistas conserven cierta fuerza, eso está ahí, presente como un duende malévolo. Era lindo escuchar las canciones que a los 11, 12 años pasaban por la radio y que yo aborrecía, como buena niña intelectual. “‘¿Música disco? ¡Qué asco, vergüenza del género humano!”. Ahora, sin embargo, me encanta toparme con los Jackson Five, los Osmond, Abba, Gloria Gaynor, los Bee Gees, Tom Jones, KC and the Sunshine Band, Earth, Wind & Fire, Donna Summer y toda esa gente que, en general, se nutría de ritmos bobos y voces agudas, pero también tenía una intensidad que en aquel entonces yo no era capaz de ver. Y que, ahora que son viejos, me llega como un brillo intangible desde sus miradas cansadas de cincuentones, sesentones; ellos siguen divirtiéndose con su música como entonces, cuando yo -pelotuda adolescente “profunda” y “trascendente”- no podía conseguirlo, ni siquiera dignarme a intentarlo. Mi graduación de tercero de liceo terminó siendo en una discoteca (claro que fui de los que votaron por hacerlo en un salón de fiestas, convencional y sin el oprobio de la disco): fue la primera vez que pisé un lugar como esos y, por supuesto, no bailé. Solo crucé la pista protegida por una especie de burbuja invisible que me salvaba de los pastelazos que surcaban el aire por culpa de Carlos Pascual y Enrique García Formenti, los más traviesos de la clase, que ante un amague habían iniciado una verdadera guerra de crema y masa a lo largo y ancho de la disco; los dueños gritaban por el micrófono intentando parar la escena de los Tres Chiflados en la que unos cuarenta adolescentes se estampaban el pastel que le correspondía a cada uno (con su nombre en caligrafía repostera) en plena cara, mientras el piso se iba volviendo una zona de alto peligro ante los resbalones. Recuerdo que mi padre, aburrido como siempre que mi mamá lo obligaba a ir a algo porque se supone que era muy importante para nosotros, saltó de su asiento y se empezó a matar de risa pues nunca había visto algo semejante, salvo en películas. Yo tampoco. Y en el soundtrack de mi vida sonaba I will survive. Pasé como una reina, con mi vestido largo y pulcro, a buscar el trofeo que llevaría prolijamente a mi casa, invicta de pastelazos porque la mejor alumna, la cantante, la más bonita, la más alta, no podía llevarse un tortazo bajo ningún concepto. Creo que me hubiera venido bien alguno, sobre todo si después hubiera logrado reírme. Pero gracias a estas irrupciones involuntarias y horrendas -según yo- de las “discos” en mi vida, a aquel presumido y esbelto John Travolta pre-Tarantino, a las radios omnipresentes y todo lo demás, hoy escucho esa música y algo consigue resonar todavía en mi interior, tocarme y aposentarse en mis emociones como una sed. Tarde, muy tarde, reinvindiqué toda esa época como propia, como algo parecido a un hogar que, por supuesto, también me dan los 80 (que es la verdadera música de mi juventud y que, de una manera u otra, lo termina convenciendo a uno de su valor o su belleza).

Los rítmicos 70 me causan el mismo saludable efecto que la música de Tip Top, Sótano Beat, Palito Ortega, Tormenta y demás: es cómico, exagerado, inocente, me provoca simpatía, me dan ganas de bailar convertida en un personaje que no soy. Antes el tango me provocaba algo similar por sus letras, pero en algún momento indefinido lo empecé a tomar en serio, así que ahora solo me quedan los 70. Y la nostalgia es muchísimo mayor cuando vemos a los veteranos cantando lo que los hizo famosos, la música de su plenitud, de su estrellato, mientras se van apagando: un videoclip retro es lindo, pero no sacude como sacude ver de frente el inevitable paso del tiempo. Quién sabe qué diablos quieren enseñarnos al hacernos pasar por semejantes pruebas de vida: quizás sea algo demasiado sabio para poder verlo ahora. O quizás, algo demasiado cruel para poder aceptarlo y seguir adelante.