La otra noche soñé que despertaba en mi cuarto, con G. al lado, y en la puerta estaba muy instalada y sonriente una mujer joven. Se iba a quedar a vivir en casa -residía en el exterior; aparentemente había venido a hacer una investigación sobre vinos uruguayos- por tiempo indeterminado, y para cuando me desperté ya me habían quitado mi lámpara de noche, el reloj de la mesa de luz ¡y también mi laptop, todo para que ella los usara! Yo me fastidiaba muchísimo y los recuperaba, pero al intentar enchufar nuevamente dichos aparatos provocaba un incendio -recuerdo claramente cómo iba apareciendo el fuego, incontenible, cómo se iba diseminando por un tronco- que no sé si se lograba realmente sofocar después.

El asunto es que Lisa, esa inquietante joven -y descubro a mi consorte mirándola, embelesado, algo que me enoja pero no le reprocho, mientras él trata torpemente de explicarse-, va ganando más y más “terreno” en mi propia casa (que, a esas alturas, es enorme, con muchos cuartos y gente desconocida). Nadie me había preguntado si aceptaba recibirla y ahora no sabía cómo echarla. A medida que transcurre el sueño, se va volviendo despampanante, con un cabello hermoso y los labios pintados de rojo. Hablo del tema con un cuñado; le hago ver que hasta G. está fascinado con ella como mujer. Él se ríe y me dice: “Lo que pasa es que Lisa te hace bajar las defensas…”. Entonces, mis cuñadas y otras mujeres presentes contestan al unísono: “¡Pues a nosotras nos hace subirlas!”

Al despertar (en esta realidad, digo), reconozco lo humorístico de mi inconsciente con ese desenlace, pero igual quedo descolocada y se lo cuento a G., quien debe ser el peor escucha de sueños que conozco. Creo que no se da mucha cuenta de la importancia del pedazo de alma que regala quien cuenta un sueño, lo que es una verdadera lástima porque tiene un don para dar con la tecla. Sólo me dijo, muy gestáltico él: “¿Y si esa Lisa fuera una parte de tí misma?”

Así que aquí estoy, averiguando.

Una vez, en mi deseado y temido pueblo de Tepoztlán, me encontraba sumergida en una charla de “cosas importantes” con mis amigas MT y MP. Estábamos a un paso de la treintena, por lo que los temas nos arrastraban a las profundidades de ciertas decisiones pesadas, de esas, quizás, para toda la vida: necesarias definiciones vocacionales, el discreto encanto de las potencialidades aún no plenamente realizadas, los Escila y Caribdis de formar pareja o tener hijos, los proyectos personales de vida más sus correspondientes sabotajes.

Y envejecer, por supuesto. Las tres habíamos sido, en la juventud, realmente llamativas, bellas, requeridas por el sexo opuesto (y a veces por el propio), y si bien a los 29 seguramente conservábamos algo -difuso, desdibujado, apenas una huella, pero algo al fin- de aquel primer resplandor, sin duda ya no era lo mismo que a los 18, a los 20. Así que por la mengua paulatina de nuestras acciones en el Wall Street de las ferohormonas, ya podíamos anticipar que la belleza física no sería una condición inherente a nuestras identidades como seres humanos. Era existencia, no esencia; era accidente, no sustancia.

-A nosotras nos quedarán unos diez años de estar guapas -dijo MT, o quizás MP. Lo pensé y estuve de acuerdo. De hecho, me resultó un buen negocio aceptarlo: en aquel entonces, de no haber tenido amores y pretendientes una década menores que yo, hubiera pensado que el martillo del remate ya había sido bajado. Pero no. Y diez años hacia el futuro era, todavía, un montón de tiempo.

Esta escena ocurrió hace mucho más de quince.

Siempre pensé que, justamente, por ese “poder” que me daba la belleza, ese llamar la atención sin tener que hacer nada, ese carácter amazónico y castigador con el que me permitía rechazar a los hombres sin la menor piedad (sobre todo a los que se sentían ganadores, galanes dueños del mundo y niños ricos acostumbrados al beneplácito ajeno), iba a sufrir como loca al envejecer, al pasar de la juventud a la edad madura. A medida que transcurrían los años, me obsesionaba saber cuál sería el momento exacto en que el Galleguito Camaño -mozo malhumorado, bruto y adorable del café- dejaría de decirme: “Joven….”, como cada día que tomaba mi pedido desde los 20 años, para pasar a decirme: “Señora…” ¿Seguiría siendo “Joven…” a los cincuenta, sesenta, setenta, simplemente porque el Galleguito Camaño también habría envejecido, o terminaría un día con la farsa al mirarme a la cara con más atención? Lástima que el Sorocabana cerró allá por mis 35: nunca lo supe.

Contra todo pronóstico, envejecer me resultó una liberación, un alivio. Me permitió mostrarle al mundo sin miedo quién era yo en verdad; seducir a los demás (en otro sentido) desde la mirada existencial, no desde mis otrora bellos ojos. Ahora puedo mirar sin ser vista, como quizás hagan las almas desencarnadas después de la muerte: moverse por ese mismo universo en el que dejaron su cuerpo a la raudísima velocidad de la mente y las emociones; sin límites, sin impedimentos, con libertad absoluta. Dirigirme a un grupo de gente sin temor a la mirada de Medusa sobre mi cara y mi cuerpo; hasta me puedo dar el lujo de ser amable y simpática  con quienes se cruzan en mi camino, no arrogante como antes. Porque ningún hombre va a querer arrebatarme nada, porque ninguna mujer va a tener miedo de que le arrebate algo. Soy percibida y escuchada sin intereses ni prejuicios de nadie, y -lo mejor de todo- ya no tengo nada que demostrar. Poca gente imagina la carga que tienen sobre sí las mujeres atractivas y, además, inteligentes: se pasan la vida aliándose con el Padre; rechazando sus aspectos femeninos, como Atalanta, o descollando por su agudeza intelectual y brillantez casi agresiva, como una Atenea que jamás suelta ni espada ni yelmo. Tienen terror de que los otros nada más vean que son lindas, no que piensan.

O quizás esas hayan sido mis cargas personales; quizás otras mujeres hermosas e inteligentes logren, además, asociarse de corazón con Afrodita y sus promesas. Yo no: yo era como una sirena que embrujaba a los hombres con su canto para hacerlos naufragar, y cuando alguno me importaba mi Artemisa se encargaba de amenazarlo con arco y flecha. O simplemente ponía los pies en polvorosa, aterrada de que me viera “sólo como una mujer”.

Bueno: ahora me ven “sólo como una persona”. Y me encanta: paso entre los hombres apenas como una brisa, me conecto con las mujeres sin generar desconfianza. Por supuesto que me resultaría muy placentero ser tan linda como antes, pero no cambio lo que gané por nada de este mundo. Soy mucho más “yo” que entonces; soy esa que estaba adentro, asustada. Y mi mayor sorpresa es descubrirme ahora admirando la belleza de las mujeres jóvenes. Porque de los muchachos, tonto sería no hacerlo, pero cuando aparece una chica realmente hermosa la siento como parte del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Me gusta mirar su belleza física; me siento espónsor, hada madrina, tía bruja. Yo, a diferencia de ella, sé que eso no durará, que es como un suspiro de Dios, pero me alegra que exista, que nos recree y fascine la vista.

Y ya sé que decir que hay una belleza que no se ve con los ojos es un tremendo lugar común, pero ¿qué vamos a hacerle? Pobres escritores, siempre embretados en tocar lo imposible. Cuando Levrero decía que yo era “la mujer más bella del mundo” no hablaba de Helena de Troya: se refería a alguien cuya voz podía hablar por él, alguien cuyos misterios podían acercarle un reflejo de sí mismo. Veía más allá.

En ese sentido, de cuando en cuando me topo con gente que todavía me ve bella; eso, lejos de movilizar aquel esclavizante lado mío de amazona, es como un raro y estimulante regalo. Una guiñada cómplice de Lisa, un lejano eco de su voz sensual.

Lo dije en 1996 y lo repito ahora con mucha más autoridad: la juventud es insoportable (si bien bastante divertida, hay que admitir).

“Tres bellas que bellas son” a los 29, aquel día de charlas trascendentes y cuentas regresivas. Tepoztlán, México (1993)