(Este relato/post de blog se desarrolla en cuatro entradas numeradas, con el mismo título. Las otras tres están publicadas a continuación de esta. Es decir, lo de novela por entregas es una farsa, pues las entregas ya están entregadas. Aviso por si alguien cree que la historia termina aquí: no, hay más, solo hay que seguir leyendo hacia abajo del blog, contrario a lo que se estila: lo más reciente arriba).
1.
Voy a empezar aclarando que siento una particular debilidad por los bomberos. No erótica ni nada así, como esas mujeres que se emocionan ante la cercanía de un uniforme de policía. O las famosas botineras, mucho más astutas que fetichistas, siempre prestas a atarles los cordones a los futbolistas -¡me emociona mi elegancia en el insinuar!- a cambio de la ilusión de sus millones. No: lo mío por los bomberos es ciertamente puro, noble, sin intenciones aviesas. Lo he sentido desde niña, cuando mis amiguitos confesaban qué trabajo elegirían cuando fueran mayores; una vez sorteados los “maestro”, “estanciero”, “payaso”, “presidente” y esas cosas, siempre había alguno que decía “bombero”, y la mirada se me escapaba, fulminante, en su dirección, como en una suerte de así me gustan, estos idealistas que ganan poco y se arriesgan a morir por las causas perdidas, las mujeres caeremos rendidas a tus pies, etcétera con que pretendía reforzarlo en su altísima elección vocacional. Pero bien sé que ninguno persistía en el intento más allá de la adolescencia (aunque supongo que algunos efectivamente se harían bomberos, porque si no cuesta explicarse la subsistencia del oficio, más allá del arquetipo). Los bomberos son de los pocos resabios que conservamos de la estirpe heroica. Son maravillosos, con sus trajes rituales, sus yelmos alados, sus sirenas y sus luces, su capacidad de bajar al inframundo y avanzar entre las llamaradas, su sacrificio, su asociación con el rojo de la vida, la sangre, la boca, la manzana, su notable manejo de los cuatro elementos y los destructivos excesos de estas fuerzas, y sus hachas de semidioses, y su arrojo de titanes. Seres mitológicos, los bomberos. Le agradezco a la vida por tenerlos. No hubiera confiado, por ejemplo, en ningún otro uniformado durante la Dictadura; ni siquiera en el heladero y apenas, por interesada, en el cartero. En los bomberos sí; sus miradas prometeicas de compasión por el sufrimiento humano, sus carros rojos, insomnes, listos para salir al rescate a cualquier hora del día y de la noche, me infunden absoluta confianza. Gente de bien, los bomberos.
Hace poco, tuve que llamarlos porque era la segunda vez que del edificio vecino caían cascotes sobre mi claraboya, rompiendo los vidrios estrepitosamente, con el consiguiente peligro ya que debajo está el corazón de la casa misma. Fueron dos temporales en un mismo mes (típico de esta ciudad), para colmos de madrugada; dos enormes sustos y cuatro vidrios rotos, además del frío polar, el agua entrando por todas partes y demás perjuicios derivados. Más las facturas del vidriero: unos ochenta dólares en cada oportunidad. Durante el primer temporal, lo tomé estoicamente; apreté los dientes, me abrigué y salí a reparar con plástico y arpillera aquel enorme agujero visible en mi techo, so riesgo de salir volando. “Son cosas de la vida, qué se le va a hacer”, me dije, tragándome la furia. Pero la segunda vez me liquidó: ya me daba pavor estar en mi propia casa, hervía de rabia por tener que pagar otra vez y peor fue cuando constaté que se trataba de un derrumbe: el edificio, con sus descuidadas zonas ruinosas, se estaba empezando a caer sobre mí, sobre mi casa. Sobre la sala de montevideanos techos de vidrio donde juega, inocente de todo, mi niño. Al otro día llamé a los bomberos; el sector de Seguridad Edilicia de la Intendencia Municipal de Montevideo había dicho que, para proceder a intimar al edificio a arreglar su irresponsable fuga de cascotes sobre las crismas ajenas, debía contar con el informe oficial de Bomberos. El paso número uno de la más que probable cadena de trámites interminables. Pero la justicia tiene que existir, debe existir, seguramente, en alguna parte.
Los bomberos, entonces, vinieron. Llegaron en su enorme carro, con las luces prendidas girando a plena tarde; al rato estaban todos los vecinos preguntando qué había pasado, si un incendio, una fuga de gas, una inundación; el asunto no fue muy low profile que digamos. A pesar de que yo había explicado de qué se trataba -no había emergencia alguna-, vinieron raudos y dispuestos a la hazaña, desplegando su bomberidad: estacionaron su nada discreto carro en la angostísima callecita en la que vivo y, a continuación, se bajaron tres de ellos. ¡Tres, para mirar desde la azotea cuál era el problema del edificio y escribir en un cuaderno! “No importa”, me dije. “Los bomberos son así, ellos necesitan sentir que están ayudando, que su vida y su tarea tienen sentido. Que se bajen en tropel, si eso les hace felices. Total, no los tengo que alimentar ni nada comprometido…”
Me acordé en ese momento de una situación ocurrida en México DF, hace más de diez años. Más concretamente en la célebre Mopriland, el particular (por llamarlo de alguna manera) departamento de mi hermano Mopri en la colonia Narvarte. G. y yo habíamos llegado a vivir a México hacía no más de un mes, y la verdad es que nos llamaba un poco la atención el permanente olorcito a gas, que por cierto no es el mismo olor que tiene en Montevideo. Pero aquella noche el olor era tremendo, mucho más insistente, y parecía entrar por el pozo de aire del edificio. Creo que Mopri había desarrollado anticuerpos y ni siquiera lo percibía, pero aquella vez era particularmente fuerte, porque se convenció de que no estaba igual que siempre. “Voy a llamar a los bomberos como para consultar”, dijo. Me consta -porque escuché la conversación- que lo planteó muy tranquilo, como para simplemente despejar una somera duda, asegurando que el olor no era muy distinto que otras veces, que era solo para verificar si tenía que hacer algo en particular, en fin. Ellos dijeron entonces que vendrían a inspeccionar. Mi hermano colgó el teléfono y me comentó que había sido particularmente cuidadoso para que no sonara a emergencia, ya que los bomberos podían ser muy exagerados en ocasiones.
Salimos al balconcito; G.y él -ninguno de los dos fuma más, por suerte, aunque tengo entendido que se comen las uñas atormentados por las ganas- sacaron sus compulsivos cigarrillos de otrora en la plácida tranquilidad de la noche estrellada (eso lo inventé ahora mientras escribía: con el smog, uno racionalmente sabe que allí arriba existen las estrellas, pero jamás se ven). En realidad, nos habíamos situado allí afuera por el molesto olor a gas, pero a ninguno de los tres se le ocurrió la posibilidad de que con los cigarritos pudiera volar el edificio completo, si realmente se trataba de una fuga grave. Esa posibilidad se nos ocurrió, en realidad, cuando vimos dos gigantescos camiones de bomberos dar vuelta la esquina en cámara lenta, no solo con las luces giratorias prendidas sino también con las sirenas. A todo volumen.
Mi hermano abrió la boca -creo que se le cayó el cigarro incluso- y dijo alguna mexicanidad del tipo: “¡No manches, güey!”. Todos los vecinos de la colonia Narvarte se asomaron por sus ventanas, alarmados; la gente del puesto de quesadillas salió en masa a la vereda, los del mercadito se daban codazos, doña Chole le preguntaba a mi hermano qué le había pasado y si se sentía bien. G. y yo empezamos a reírnos, con esa culpa que da reírse en lugares inapropiados, como por ejemplo un velorio: estábamos siendo rescatados por el heroico Cuerpo de Bomberos en pleno, y este par de inconscientes no había tenido mejor idea que esperarlos fumando un cigarrito frente a una posible fuga de gas (así es como se desperdician los impuestos). Y más inútil fue la pretensión de ejercer cualquier clase de control sobre la risa cuando de los camiones no se bajó uno, ni dos, ni siquiera tres, como en mi casa el otro día: ¡seis, seis bomberos se bajaron, listos para la acción y el peligro! Para colmos, el sexteto venía en todos los formatos posibles: un bombero muy gordo, otro bajito, otro flaquísimo y larguirucho, uno bien moreno, todos tan distintos como muestrario de catálogo y provocando un efecto visual desopilante. Los seis subieron raudos las escaleras hasta el primer piso, hop, hop, hop, doce piernas -más las de mi hermano, bufando, que había bajado a recibirlos-, y pidieron para entrar a la cocina a inspeccionar el gas.
La cocina de Mopriland medía con mucha suerte dos por dos metros; era de esos fregaderos con una mínima mesada, un par de estantes y una cortina hindú de bolitas que la separaba de la sala. Así que la parte locativa del operativo se volvió un poco complicada. Desde el balcón, todo parecía una comedia de pastelazos, y la risa que debía contener dándome vuelta hacia afuera me dejaba en evidencia frente a los otros bomberos que, listos para la acción y la gloria, esperaban abajo en los carros. Seguramente ya desde entonces me ingresaron en alguna base de datos del gremio como persona sospechosa.
Recuerdo que el diagnóstico de los bomberos fue un tanto surrealista, como casi todo en México. Dijeron que no nos preocupáramos, que no era gas lo que se fugaba: que era únicamente anhídrido carbónico. Así que nos quedamos tranquilos y nos fuimos a dormir: lo habían dicho los bomberos.
Dibujaste de principio a fin muchas sonrisas en mi boca, sonrisas de todos colores, sobre todo rojas. Lo disfruté mucho, gracias.
¿Y te lo leíste todo? ¿Las cuatro entradas del blog, 16 páginas? ¡Dios mío! Pensé que sería la única que lo leería completo (e Inteligencia, del Ministerio del Interior, para actualizar la base de datos)
Buenisimo !!! Que risa!!! lloré con la descripción de la escena en Mopriland (parece que fue ayer). Y si de bomberos y risa se trata, para seguir riendote, mirá este video: http://j.mp/8XorP5