3.
Come on, baby, light my fire
El idilio con los bomberos trastabilló cuando supe que me cobrarían 2 UR (unidades reajustables) por el informe oficial, lo que al chistecito de los vidrios rotos en dos ocasiones le estaría agregando cincuenta dólares más (llevamos doscientos diez, a puro temporal y derrumbe), sin contar las inclemencias monetarias con las que me salga la Intendencia de Montevideo cuando inicie el trámite en sus mostradores. Con aquello del idealismo, ganar poco y arriesgarse a morir por las causas perdidas -que tanto me gustaba en mis amiguitos varones de la infancia, candidatos a bomberos, y que tan bien he sabido cumplir conmigo misma-, mis arcas no son lo que se dice un modelo de abundancia; sin embargo, reconozco cuando no hay otro recurso que las vías legales -salir en Telenoche 4 por apuñalar a mis vecinos del edificio no me parece una opción educativa para Astor- y, tarde o temprano, juntando o pidiendo, termino abonando el importe correspondiente en todos estos asaltos legales de los que somos objeto (del Fondo de Solidaridad retroactivo, creado con posterioridad a la obtención de un inútil título en Filosofía, Bellas Artes o similares, hablamos otro día). Me pregunto qué derechos como ciudadano tiene, entonces, alguien que realmente no puede pagar esos $ 940 para que le acrediten oficialmente que el edificio lindero se está derribando sobre los vidrios que coronan su cabeza y la de su familia. Y lo mejor es que uno, el damnificado, es el que tiene que pagar.
En fin: la decisión ya estaba tomada y fui, ilusa, con la pretensión de retirar el dichoso informe que me había prometido el bombero alto, seguro y de mirada clara. Para mí el asunto era entrar, decir la dirección de mi casa, pagar -sí, la vileza del mundo- e irme, pero hubiera sido todo demasiado sencillo, considerando que uno se adentra temerariamente en las fauces de un organismo del Estado (para eso sí que se precisa arrojo: ¡apagar un incendio o sacar a una abuela de un pozo es solo un juego de niños, en comparación!). Me acerqué al escritorio cubierto de expedientes de uno de esos rubios de ojos celestes que, cuando te miran, te cuesta darte cuenta de lo que están pensando, o si acaso están pensando, o si la instalación fue hecha siquiera alguna vez: todo es un profundo misterio, similar al de los boxeadores que han recibido muchos golpes en la cabeza encima del ring; o quizás el efecto sea intensificado por esos ojos claros, casi acuosos, que en algunas personas logra este efecto inexpresivo. Lo último que podría decir es que tenía nada interesante, aunque sí, de pronto, algo atractivo (algo no demasiado meritorio entre hombres jóvenes y de rostros relativamente bien ensamblados). Le dije a lo que venía, mientras me parecía detectar en él un aire de paisano que inmediatamente me recordó a mis primos de Trinidad, Flores.
-Ah, no… Usted primero tiene que hacer la solicitud para que le podamos tramitar el informe. Es este formulario.
-Qué raro, porque el bombero me dijo que lo pasara a buscar. Que tenía que pagar, eso sí.
-¿Eso le dijo? Pero no: primero se hace la solicitud… Porque, además, me tiene que traer la credencial cívica. ¿No le dijo?
-Pero ¿y la cédula, que la tengo acá, no le sirve?
-Nooooooo…. no, no. Tiene que ser la credencial cívica, y fotocopiada ¿ve? -y me mostró varios ejemplos de otros pobres cristianos, en pleno vía crucis burocrático, luciendo sus perfiles de juventud en el dichoso documento.
El tipo se levantó para atender una llamada. Se trataba, a todas luces, de un bombero real castigado a tareas de escritorio: no pude dejar de reparar en que era fuerte, musculoso, joven, rubio, hablaba con esa suavidad agreste que tienen los bomberos (el mito del Buen Salvaje) y medía cuando menos 1.95 mts. Con horror escuché una vocecita interna que decía: “¡Ven, bombero… apaga mi fuego!” o algún cliché similar. ¡Mancillar con mis sucios pensamientos el aura sacrosanta de un bombero! Luego, por fortuna, el imperdonable desliz momentáneo se terminó cuando el tipo volvió a dirigirme la palabra: aquella hipnosis de incendios, mangueras y carros cisternas, si hubiera hecho falta, se desvaneció instantáneamente en cuanto abrió la boca. Mis primos de Trinidad, Flores, eran espectacularmente bellos en su juventud; el mayor se parecía incluso a Tom Cruise, pero en el momento en que se largaban a hablar con su tono pajuerano se rompía irremediablemente el hechizo. Lo curioso es que se casaron con mujeres también muy bellas que repetían ese mismo fenómeno (debe ser por este tipo de comentarios que, a lo largo y ancho del planeta, los provincianos nos detestan a los capitalinos).
A la pregunta de cuál era el horario en que atendían, me dijo que de 9 a 16.45 hrs. “Pero no vaya a venir 16.45, porque 16.45 es el horario en que terminamos. Tiene que venir 16.30 como mucho”.
Pasaron unos días. Junté la plata, llené el formulario y saqué la fotocopia; alguien tuvo a bien advertirme que lo que en realidad me estaban pidiendo no era la fotocopia de la credencial cívica en sí, sino la constancia del voto de dicha credencial. Solo que en el formato moderno ya no hay sellos que comprueben dicho voto, porque la credencial nueva consta de un código de barras; lástima que casi ninguna dependencia del Estado pueda leer la información contenida en dichos códigos, por lo que ahora hay que concurrir con los ridículos papelitos que a uno le extienden como constancia. Ese comentario me ahorró un viaje más a Bomberos, pero solo uno.
Estaba lleno de gente esta vez, todos para pedir habilitaciones, así que el hot punished fireman que se ocupaba de tramitar los partes (sic) estaba a mi total disposición libidinosa. Saqué, uno a uno, los requisitos burocráticos, depositándolos sobre su escritorio en una suerte de streap tease inverso: formulario, fotocopia, credencial cívica… Y cuando estaba a punto de arrojarle el billete -no olvidemos que se trataba de un streap tease inverso-, me entró el pánico: decidí asegurarme de que el costoso documento fuera realmente lo que yo precisaba para proseguir con el trámite frente a la Intendencia, no fuera a ser que tuviera mal la información.
-Para verificar nomás… ¿este parte es lo que piden en la Intendencia para tramitar frente a Seguridad Edilicia?
El hot punished fireman me miró, con esa mirada celeste de la vacuidad, y me dijo con su serena voz de leve tinte pajuerano: “Este es el documento que la Dirección Nacional de Bomberos emite, en carácter oficial, a fin de que pueda ser presentado en las dependencias que así lo exijan, o funja de comprobante frente a una instancia judicial, por ejemplo”.
Quedé muy impresionada por el discurso y la seguridad con que lo pronunció. “Bien, vamos bien”, me dije. Pero proseguí con mis constataciones previas a largar el tan preciado y doloroso billete:
-Bueno, entiendo, pero el bombero dijo que, provisoriamente, el edificio tendría que poner un tejido metálico o malla para evitar que, de acá a que la Intendencia intervenga y se concreten las reparaciones, vuelvan a caer cascotes sobre mi claraboya. ¿Eso vendrá también en el informe?
Demasiado pedir.
-¡Ah, noooo: yo no puedo saber lo que contiene el informe! Capaz que usted paga las 2 UR y resulta que en el informe no dice lo que usted estaba esperando que dijera ¿vio? Lo que puede hacer es elevar una nota al Director para solicitarle conocer previamente el contenido del informe, así ve si paga las 2 UR o si es al santo botón…
Ahí me imaginé volviendo a mi casa a escribirle la carta al Director, imprimir, volver a Bomberos… Pero, claro, los mil pesos…
– (suspiro) (no de pasión, aclaro) ¿Y cuánto tiempo tendría que esperar para tener una respuesta del Director a partir de que traiga la nota?
El hot punished fireman me contestó, con suma solvencia, que el Director tenía por ley un plazo de cuarenta días para contestar dicha nota. Que no significaba que necesariamente se iba a tomar los cuarenta días, pero era lo que él tenía por ley. Que una vez que me contestara, sería para darme una cita para que yo concurriera personalmente a leer el contenido del informe, y entonces pudiera decidir si lo pedía o no.
A esas alturas, ya sentía una angustia alojada en la boca del estómago; esas angustias sartrianas del darse de bruces contra lo absurdo. Mi admiración, simpatía y respeto extremo por los bomberos de todas partes del mundo se estaba derrumbando, como los pretiles del edificio lindero, todo por culpa de una burocracia ridícula que pierde de vista lo importante, su razón de ser. Menos mal que esto se trata únicamente del peligro de cascotazos caídos desde cinco pisos de altitud sobre la claraboya de vidrio bajo la cual vivimos personas: para la kafkiana organización del Estado, se ve que hay muchas, muchas cosas que pueden esperar.
Sobreponiéndome a la angustia existencial y a la sensación de ser estafada por la inoperancia de todo un sistema aceptado por default, le dije que no, que pagaría ahora. Y que si el informe no decía lo que yo pretendía que dijera, iba, sí, a pedir una entrevista con el Director. Solo en ese caso, no antes. Y que me la iba a tener que conceder, así fuera que la ley dijera que le daba plazo de un año.
Creo que todas las fantasías románticas en cuanto al hot punished fireman se desvanecieron en ese momento. Igual, el bombero ardiente me pidió mi teléfono. Para poner en el formulario nomás, claro. Subí, pagué, bajé, le di el recibito, me apuntó números de expedientes y teléfonos para consultar -por supuesto, también comentó que tomaría un mínimo de tres días hábiles-, y recién después podré ir a la Dirección de Bomberos a retirarlo. Por tercera vez. Pudo ser la cuarta (de no haber sabido que el requisito es la constancia del voto, no solo la credencial) o la quinta o sexta (de haber solicitado conocer previamente el contenido del informe por el que pagué cincuenta dólares).