Hace como una semana celebré mi cumpleaños yendo a un espectáculo en el Museo del Vino que hacía mucho quería ver, alentada por la conjunción de dos Carlos que me importan: Da Silveira, para mí Toto (guitarrista de primera y director musical del asunto), y Gardel, en quien se basa el recorrido tanguero de la propuesta. Según lo que comentó esa noche Luciano Álvarez, el presentador, hoy 7 de noviembre se cumplen 77 años de que El Mago pisara Uruguay por última vez: nunca más regresó, nunca más cantó Volver desde el barco. Como dicen Los Tigres del Norte en Al sur del Bravo, «tú sabes dónde naciste, no dónde quedas».

Me gustaba esa idea de festejar mi cumpleaños en un entorno de botellas de vino a la vista, coronado todo por un show que se llama Desde el alma. ¿Qué mejor que celebrar desde ese lugar invisible que para mí es tan importante? Más la coyuntura de los tres cuartos de siglo de la muerte del emblemático Carlitos, eje de tanta mitología conjunta que construimos Levrero y yo mientras vivió: Desde el alma de Gardel. O sea, El alma de Gardel. Gente muy apreciada en torno a la mesa y alguna botella reserva que invitó mi tío de México (el tercer Carlos del museo), inmejorable Tannat Viejo de Stagnari. Así que ahí estaba, dispuesta a escuchar, a dejar entrar en la dichosa alma aquella música y aquellas letras. Con buena compañía, sobre todo desde la silla de la izquierda. Es cierto que me hizo falta el Gardel reo, la voz de Discépolo, el lado tragicómico del tango, digamos, pero no deja de ser una linda propuesta. Los músicos que interpretan tienen mucho ángel: dieron todo el tiempo la impresión de que era la primera vez que cantaban aquello, la primera vez que se juntaban a tocar y crear magia, y sin embargo sé que llevan a cuestas como sesenta funciones. Eso me dio qué pensar: ¿cómo hacen, con qué energías del presente, del estar absortos se conectan para disfrutar con inocencia, en formas renovadas, lo tantas veces repetido?

Ese era el contexto: cumplir años, cuarenta y siete. Resulta que soy una mujer en plena mediana edad y, aunque la “franja etarea” me haya pegado maravillosamente a medida que fui acercándome a los cuarenta, supongo que desde mis bambalinas subterráneas no dejarán de moverse y cuestionar -con cierto grado de provocación- quién sabe qué cosas acerca del envejecer, el ser mujer, la juventud lejana, la belleza perdida, etc. Tuve suerte de que justo esa noche me tocara recibir un regalo simbólico que quiero consignar aquí para no olvidarme. La cantante líder de Desde el alma, Vera Sienra (a quien había visto solo una vez con Larbanois Carrero hace mucho, mucho tiempo, probablemente en el año 1983, durante uno de aquellos recitales masivos de canto popular en el Franzini, de esos en que todo el mundo cantaba textos casi en clave para eludir los ojos de Medusa de la Dictadura) me resultó ahora  una persona fascinante en el escenario. No es el tipo de voz que me gusta especialmente -yo tiendo a enviciarme con voces angelicales, suaves-, aunque siempre que la escuché en discos o en la radio reconocí su capacidad interpretativa. Ahora verla actuar fue un plus increíble por todo lo que trasmite escénicamente. Tiene una sonrisa franca que muestra su placer de fluir, su estar trepada a la nube de sí misma, fuera de todo. Pero también establece el contacto con lo de afuera; no es un vuelo narcisista o embebido en lo de adentro, agotado, estéril. Me pareció una mujer bellísima, también exteriormente, y ni su edad ni su renguera al caminar -tengo una imagen que me vuelve de aquel concierto de hace más de 25 años en la que la veo en silla de ruedas, pero seguramente es algo que aportó posteriormente mi imaginación a la memoria- opacan esa belleza en absoluto. Porque viene de adentro, del gozo de hacer lo que se ama.

   

La vi deslumbrante, cantando, sonriendo, con la mano en el corazón, plena. En la foto de su primer disco, jovencita, parece muy linda; a todas las mujeres nos pega envejecer, pero lograr hacerlo a cara abierta cuando en la juventud se fue hermosa (algo que solo nuestros contemporáneos más cercanos pueden saber o recordar) es mucho más que simplemente envejecer con gracia. Es una toma de partido existencial.

Por lo que averigüé después, ella se retiró durante mucho tiempo del mundo creativo, del afuera de las tarimas (además de cantar, escribe poesía y pinta); también encaró la maternidad tardíamente, como yo. Eso de por sí genera un impasse natural , y más cuando el volverse madre de otra persona se vive con asombro, con fascinación y reverencia. Me es alentador que Vera haya logrado, en cierto punto de su proceso personal, renovar las zonas creativas, encontrar los tejidos truncos y no temerle a la reaparición, a la recreación de sí. Ahí está, en el escenario, muy hermosa. Me recordó mucho a mi abuela Dora, gran mujer. Sin duda es bueno -y ojalá yo sea o pueda serlo para otras- ese tener mujeres mayores que nos sean un modelo de ganancia, no únicamente de pérdida. Debe estar bien llamarse “Vera”, lo verdadero, lo auténtico, lo que soy realmente; además forma parte del nombre de una estación que, por cierto, florece, está llena de vida, de madreselvas. Me gustan esas pistas involuntarias que va dejando el azar. Los nombres dicen, las palabras dan forma, cristalizan.

Esa noche me vino de golpe a la cabeza un pensamiento, mirándola cantar y en mi propio trance de cumplir un año más: “¡Yo quiero envejecer como Vera, verdad de Dios! Y -quién lo hubiera dicho de mí- ya no quiero envejecer como Idea: eso me viene orquestado desde la mente, no necesariamente desde el alma“. Porque parece que un destino oscuro, con autocondenas sin voz, decretos mentales sin letra y una necia voluntad de soledad me llevaran desde la juventud a recorrer el camino de Idea. Esa asociación con el fracaso de la vida, con el “no” por default, con las raíces subterráneas y podridas, con el apartarse por gusto de la savia para comprobar quién sabe qué cosas, ese empecinamiento en negarse al amor y a las alegrías simples, eso siempre estuvo en mí. Desde que tengo memoria. Gracias a Dios, hubo treguas, y esas treguas me trajeron a Astor. Y ahí Idea Vilariño sencillamente no puede sostener su discurso: la vegetación la cubre y queda oculta como una pirámide devorada por la selva.

Idea no tuvo ningún Astor. A Idea se la llevó la muerte una vez que se le terminó la juventud. No ha sido mi caso. Todo lo contrario.

 

Cuando yo tenía veinte o veintiún años, averigüé que ella estaba dando clases de literatura uruguaya en mi facultad y le pedí permiso para asistir de oyente, simplemente porque quería estar en su cercanía, en su influjo energético. La admiraba muchísimo, había tenido que ver enormemente con mis incursiones en la poesía y era un placer leerla, saberme comprendida, gozar del vértigo doloroso. Pero me pareció una mujer tristísima, una mujer sin vida, nada que ver con la pasión y la intensidad que trasmitía en sus poemas. Recuerdo que sentí cierta desilusión, que conocerla me quebró alguna fantasía respecto a las profundidades oscuras: igual una podía convertirse en una mujercita normal, incluso cachetona, sin gracia, sin sangre bombeando, no importa cuánto mundo interno pujara por debajo. Esa soledad se la fue comiendo cuanto más vieja se puso; en aquellas clases que asistí, Idea Vilariño tendría más o menos la misma edad que Vera Sienra tiene ahora, y -no me importa cuántos amores pasionales haya vivido Idea en su juventud, con Onetti, Claps y toda la lista- en aquel momento era una mujer sin sazón, que no hubiera podido enamorar a más nadie sin recurrir a los interminables trucos de la memoria. Pero Vera no: Vera seguramente todavía fascina a más de uno.  Ella sabrá. Y si no es así, es como si lo fuera. Canta y se siente su idoneidad para la vida. Para disfrutar todo mientras dure, para no dejarse morir en un vano intento de mantener el control, de domar el misterio, de decir “yo elijo”. Porque eso era lo que hacía Idea, lo que hacíamos: decir no para no correr los riesgos de decir sí.

Ahora creo que a cualquier mujer en sus cabales, si pudiera elegir, le gustaría más estar en los zapatos de Vera que en los de Idea. Quizás al final la historia no sea tan grandiosa, trágica, original, pero hay ciertos lugares comunes que, por el bien propio y ajeno, convendría aprender a aceptar con gusto, como una medicina salvadora. Por ejemplo, la vida, el amor, la pareja, la familia, la alegría simple.

si ahora mismo
si ahora
entornando los ojos me muriera
sintiera que ya está
que ya el afán cesó

  

No, no quiero que la mente me siga repitiendo año tras año que mi destino es ser Idea, caer oscuramente, ya sin temblor ni luz. Seguramente existan otras posibilidades más saludables que tampoco violenten a la que soy adentro. El asunto es desarmar esos malditos decretos silenciosos que lo manejan a uno desde las zonas fantasmas de su inconsciente. Porque en el fondo no quiero que los astros solo sean barro que brilla, no quiero que el mar no sea más que un pozo de agua amarga. ¿Servirá, acaso, el paraguas anticipado del ya no será para cubrirse de las inevitables lluvias, valdrán la pena todas las renuncias solo por un pero yo vivo sola como medalla de guerra?

y que ya no doliera
y que ya no doliera.


Debe ser más feliz poder decir sí, sin ambigüedades, porque la vida igual se encargará de que nos sobrevengan -cuando ella así decida- las separaciones, los aislamientos, los finales, los no. Y ahí aprovecharemos sus dolorosas bendiciones. Optar por dejar pasar las alegrías en defensa de la propia soledad es tan soberbio como pensar que dicha soledad no llegará solita, tarde o temprano, aunque ciertamente lo hará fuera de nuestro control y de nuestra voluntad. Vendrá, sí, porque existen las muertes, los  abandonos, los ciclos que se terminan. No vale la pena aliarse con el enemigo, como hizo Idea. Balances de cumpleaños del retorcido signo de Escorpio.

Por cierto, leyendo en el Big Brother de Internet, no me sorprendió demasiado descubrir que Vera comparta conmigo el tan dual signo astrológico; de hecho, cumplirá 63 en unos pocos días más, en la misma fecha que Sor Juana Inés de la Cruz solía cumplir años cuando estaba en esta tierra. Escorpio suele estar en los ojos, en la mirada intensa de la gente de octubre y de noviembre, porque es la muerte subterránea que hace raíz en lo oscuro y (en el mejor de los casos) logra salir a la superficie como flor, como planta. Ellas dos, sin ir más lejos (Vera y mi alter ego cibernético Sor Juana) logran reivindicar para sí el misterio y la luminosidad que, en principio, nos tiene concedidos el complicado alacrán. Pero no per se: hay que ganárselo.

Porque sabemos que el signo también reserva otras facetas bastante menos atractivas, qué se va a hacer. Pero contra la naturaleza no se puede hacer mucho, más que seguir trabajando con paciencia en la alquimia de uno mismo. En tanto se intenta madurar con cierta gracia, claro. Y, si fuera necesario, con bastante menos leyenda.