I.

Traición atemoriza. Un campo de manzanilla, de vientos casi niños, y mansos caballitos y campanas. Noches con osos de peluche y estrellitas fosforescentes pegadas a la pared, y el Ángel de la Guarda colgado en la medalla. Pero de todos modos la oscuridad logra avanzar, hacerse carne, volverse tumor acaso, globo tóxico azul, enfermizo exorcismo casi anciano. Humedad corrosiva, canilla que gotea sin pausa cada noche con la sola intención de terminar de sacarme el sueño. Traición atemoriza. La cara inocente, la bella pastora de delantales y regazo de anís, de dulces galletas de canela, deja que me le acerque, cándida y bobita, confiada, maternal en tanto niña, para -una vez con su mano entre mi pelo, una vez con sus caricias soleadas de casi siesta infantil- atestarme el golpe de gracia, el sonido metálico de sus dientes en mi vientre, el desgarro de tripas, mi incrédula mirada de lobizón maltrecho. Traición atemoriza. Parece que todo fuera calma, que el cielo contuviera las lágrimas por mí, que la luna guardara sus ases bajo la manga por amor a mi juego. Pero es mentira: en cuanto me dé la vuelta, ese mismo cielo compasivo que caminaba en equilibrio, esa luna galante del fair play, esa calma que me hizo pensar en chimeneas y leñas, en sopa caliente, en música de grillos, todos se volverán mancha de tinta, sin aviso, todos ira febril, envejecida streaper de los cielos. Sí, se volverán olas furiosas reventando contra un murallón de piedra que apenas las contenga. Y la traición allí, agazapada. Y la traición allí creciendo firme y en silencio, como una yerba mala.

*

II.

De feroz no tengo nada. Lástima. Esa corrección tonos pastel, esa nubosidad variable con tormentas violentas pero que llueven solo en el patio de la casa, mientras que afuera saco paraguas de colores y botitas de lluvia muy a tono para saltar baldosas flojas y hacer como si me asustara de los charcos. Sí, ¿quién puede ser feroz si amordaza sus noches, si las domestica hasta sacarles el brío, las ganas de correr sin hora de retorno por los campos, de galopar libre, sin alarmas ni timbres ni relojes ni despertadores ni timers? Ni siquiera -y tan solo- un reloj de sol, uno de arena; es más, sin un calendario, digo; sin un ábaco ni una agenda o documento cualquiera de identificación civil. Libre de no guardar unidad, de no sostener ni la intención de cierta coherencia personal. De tejer y deshacer, de provocar y después no hacerse cargo, de causar y mirar impávido el destrozo, de seducir y abandonar. De hacer sangrar, en suma. Libre de culpas, libre de rumbo como un taxi libre. Lástima.

Feroz, feroz, feroz: no tengo nada. Salvo en las noches de luna llena, esas enormes lunas naranja con las que a veces me confundo. Que salen, si acaso, una vez cada diez años. Qué bello mi espíritu, tan plumas de ángel que me peino, tan ojos celestes y tan sacrificado. Como una estampita de Primera Comunión, con ribetes dorados y mi nombre, en cursivas, coronándolo todo. Dicen que he sido canonizada, albricias. Porque por el camino dejé toda pasión molesta, toda aspiración mundana, toda competencia cuerpo a cuerpo. Toda mirada desafiante, todo improperio de colores oscuros: eso lo voy barriendo, discreta, bajo la mancha roja, el desecho menstrual, el vergonzoso algodón de nuestras madres y abuelas. Yo no. Lástima. Hubiera querido ser la santa de tez de porcelana, la inmolada, la que jamás se desdice de sí ni de la apastelada armonía de su dormitorio (imaginario). Y ahora parece que la textura, que los chorretes blancos, que los desniveles y pequeños volúmenes de pintura sobre la tela, parece como si quisieran despertarme, recorrerme el cuerpo y el alma como en una despedida de amantes. Qué bien me harían, en este caso, aquellas alarmas y timbres y relojes y despertadores de los que quise escapar antes. Te estás muriendo, como todos, podrían acaso decirme. Pero el celeste apenas gris, el rosa casi pálido, el tenue amarillito, ninguno quiere comprender lo que en verdad me están diciendo. Te estás muriendo, repiten. Entonces sé que ese es el precio: que el espacio en blanco, el níveo nirvana, el cielo ganado, el qué buena era no me dejarán volver a ser feroz. Y mucho menos me dejarán ser tierna.

No, no, de feroz no tengo nada. Qué lástima, qué maldita, perra lástima.

*

III.

Me pesa la  prudencia, por más que hoy llueva y la encuentre hermosa. Letra chiquita, no vaya a ser. Hay algo en este cuadro que me hace sospechar, y sin embargo es (de todos) el que mejor me comprende.

Sobre el artista: