Pocas cosas me producen tanta paz como juntar las ramitas que quedan tiradas por todos lados en la calle y la vereda luego de alguno de esos vientos fuertes, tan característicos de esta ciudad. Cortar las que son muy grandes y retorcidas para poder transportarlas sin el riesgo de sacarle un ojo a otro cristiano. Alinear las medianas o pequeñas y dejarlas más o menos del mismo tamaño para apretarlas mejor debajo del brazo izquierdo. Abrazarlas, aunque sean duras. Mejor. 
Esta operación tan sencilla y mínima me arroja en el medio del día a los bosquecitos de pinocha en Parque del Plata cuando niña, a las caminatas en el campo de mis tíos. Sus montes de eucaliptos, los caballos que buscaban sombra para escaparse del calor cuando el pequeño jinete no podía dominarlos del todo. Los cardos que me arañaban las piernas al montar, los zapallos y sandías que recogimos algunos años. El olor que acompañaba a los faroles en la noche. La oleada de jazmines en el pasillo exterior, cuando uno se iba hacia su dormitorio. El fuego de la salamandra y los papeles quemados. Estar en la cama, en la oscuridad, escuchando girar las aspas del molino. Ese casi silencio interrumpido por las vacas que mugían como tranquilizadores espectros, con su arrullo final, con su paz. Todo gracias a las ramas olvidadas en la vereda, a esa madera gratuita que me pasaría inadvertida si no estuviera pensando en el fuego por venir, en la continuidad ritual del invierno. Lo que a nadie le sirve, lo que ni siquiera se percibe en la escena. Las voy recogiendo porque así me siento poderosa, como una cazadora urbana intentando procurarse los medios para sobrevivir y sostenerse sola. Artemisa. Casi recolección agrícola de los frutos de algún vendabal, de sus despojos nutritivos. Deméter. El alimento ígneo. No habrá pobreza posible mientras queden ramas con que prender el fuego. En Montevideo, la cosecha siempre es buena.
Sí, me gusta abrazar a estas ramas como si me fueran amantes capturados. Llevaría muchas más si mis brazos pudieran abarcarlas. Creo que el asunto se parece a meditar, pero sin que medie esfuerzo alguno: uno simplemente se concentra en la actividad, en divisar una ramita más y hacerla suya, en cortarlas más o menos del mismo tamaño escuchando el “clack” de su tronquito herido, dándoles al mismo tiempo la esperanza de crepitar alguna vez. Me hace un poco de gracia cuántos metros me puedo llegar a desviar de mi camino para que no se me escapen las que se me van cruzando. Veo una más allá, otra al lado del cordón.Una más adelante, con dolorosos nudos y cicatrices en su delgada insignificancia de varita mágica. Entonces empiezo a caminar en zig zag. Me cuesta renunciar a recolectarlas las veces que voy a pagar cuentas o a tomarme un ómnibus: bien sé que no sería razonable hacerlo con semejante carga. Igual no es fácil contener la compulsión. Adoptarlas, tan solitas y tiradas por la calle, exiliadas de sus árboles de origen. Llevármelas a casa, contenerlas del abandono, acariciarlas hasta que se vayan. Y en algún momento, el  rezo secreto: “No faltará el fuego, se me concederá el don de prenderlo cuando quiera, de ser autónoma, de tener siempre un hogar mío al que volver”.
Vicios de Hestia. O hacer leña del árbol caído.
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Estos días, precisamente cada vez que llego a casa con la máxima cantidad posible de ramas y ramitas, tampoco puedo dejar de imaginarme a mí misma como el tipo de la carta del Diez de Bastos.  Pero nada más lejano a esta tarea voluntaria (que asumo y que cultivo) que el sentimiento de abrumación, de peso obligado, el exceso de responsabilidades tomadas sobre uno que simboliza esa carta. Las ramitas zen me hacen sentirme dueña de mi tiempo y de mi destino, casi libre.

Sin embargo, por algo será que me viene siempre esa imagen a la cabeza.