Cada tanto le cambio de melodías a mi celular; la más importante es la alarma, porque es la que me despierta cada mañana y también la que me hace bajar a tierra, encarnar nuevamente desde la computadora, recobrar la noción del tiempo, de las tareas por hacer, de los encuentros por venir, de las obligaciones, horarios, agendas. Casi nadie me llama por teléfono porque saben que no me gusta demasiado (no así los SMS), pero en estos días puse Uruguayos campeones como ringtone para divertirme las selectas veces que suena. Creo que por eso, paralelamente, puse Cielo de un solo color como alarma; después me di cuenta de que no había sido realmente por la temática futbolística, sino porque es una canción perfecta para despertarse (literal o metafóricamente) sin violencias. Creo que hace un par de años no la tenía tan clara; erróneamente, me inclinaba hacia tonadas como el tema de Batman, un instrumental de Tom Waits, el Caballero Rojo de Titanes en el Ring, la máquina contestadora de George, el de Seinfeld: todas pésimas opciones, porque ya empezaba la jornada como si me hubieran propinado un choque eléctrico y con taquicardia. En cambio, Cielo de un solo color comienza con unos acordes rítmicos casi imperceptibles, suaves, a los que luego de algunos compases se les agrega un redoblante discreto; luego una voz medio hipnótica (como si fuera la de un tipo desvelado o recién levantado, como yo) que va dando paso al hilado de un bandoneón; para cuando las cosas se ponen más intensas y expresivas, para cuando se cuela el rock o la murga, hace rato que apreté el stop y estoy a salvo.

El otro día me sentía triste en extremo; quizás por eso no atiné a detener la alarma en los comienzos mismos del tema. Cuando uno está realmente triste, con esa tristeza que no tiene motivo -es decir, que no es la reacción natural frente una pérdida, herida o fracaso-, el entorno y el mundo circundante se desdibujan casi hasta desaparecer por entero. No hay alarmas que valgan, no hay campanas que se oigan; ni siquiera escuchamos más ese constante avispero celestial de ángeles que (de buena gana y con la impresión de que hicieron buen negocio) aceptarían perder su inmortalidad vacía sólo a cambio del momento en que se apagan las luces en el cine, o para degustar las promesas del olor de un buen vino tinto antes de ser tomado. Pero cuando se está realmente triste, uno no quiere ni vinos, ni cine, ni ángeles ni demonios; uno se queda ahí, flotando simplemente a lo largo y ancho de un cielo negro, silencioso, con el único anhelo -que quizás no se atreve todavía a hacerse rezo- de que el dolor al fin termine. Ver Ítaca en el horizonte o, de lo contrario, ser engullido al fin por el remolino de Caribdis.

Y entonces, de repente, se produjo el milagro: escuché la canción desde ese lugar de la tristeza. No desde las tribunas del fútbol; no desde el puesto del hincha fiel que sueña con que su equipo gane, a pesar de que la realidad le demuestra una y otra vez que eso es solamente una quimera (por lo menos hasta que ocurre y la canción, entonces, se vuelve profecía, himno). Pensé en las voces de tantos amigos que, de una forma u otra, terminaron con sus vidas o fueron arrancados de ella; pensé en las numerosas luchas de cuerdas y mástiles que se libran por escapar de las sirenas, de la muerte. Esas odiseas invisibles que nadie ve hasta que dejan su gesta trás de sí. Me hizo gracia considerar la palabra “celeste” desde la tristeza, no desde una camiseta: el cielo, la vida, o mejor dicho la alegría de vivir. La oportunidad que nadie le dio jamás a esos ángeles aburridos que canjearían gustosos sus lugares con nosotros.

La canción se me antojó como un clamor de los sufrientes porque sí. De los tristes. Los desconsolados, como decía el Darno. Y el aferrarse, seguirse aferrando con desesperación a la vida, pese a todo. Haciendo tiempo hasta que pase el temporal. Es decir, esperando que todo termine de des/esperar.

Era raro sentir todo eso en el medio de lágrimas mientras escuchaba una canción futbolera. Pero, se sabe, me gano la vida sobre todo gracias a mis dobles lecturas, el material simbólico que me sale y me encuentra a cada paso, el jugo de los limones invisibles, las señales de lo sincrónico.

Quizás alguien más quiera escuchar la canción y lo que dice tal como lo hice yo.