Hoy volví a hacer el ejercicio de sacar al azar una carta del Tarot Mítico, acompañando esta vez (para mis adentros) a los alumnos del taller de los martes. Motivación literaria nada más, claro, pero en el fondo del fondo todos dejamos susurrar a la sincronicidad en estas cosas. Reina de Pentáculos. Tomé la carta entre los dedos; le di vueltas, una y otra vez, incrédula. Con algo de vergüenza, incluso, cuando me percaté de mi emoción, de mis ganas de que fuera verdad. Que el campo, el trono, el racimo de uvas, el escote generoso, el cabello rojo fuego, la belleza misma de la reina, que todo eso tan vital fuera verdad y me estuviera hablando a mí; que la reina fuera inexplicablemente mi reflejo en algún espejo. Un pedazo de mí misma que, inadvertido de mirada alguna, resplandece inocente del otro lado de una cámara Gesell. Pero, claro, no es la Reina de Pentáculos quien parece estar en un centro de detención penal pasando por un crudo interrogatorio entre los puchos apagados de Kafka; no es ella la que toca el mapamundi de papel de lija en un jardín de infantes Montessori: ella -no yo, la que mira- es la que preside, soberana, y se rodea de onduladas colinas verdes, de animales pastando, de libertad, de vegetación serena con olor a flores, a vino tinto, a pinocha y eucaliptos.

Ella -no yo, la que mira- es la que se sabe hecha para el trono (es curioso que los posabrazos estén adornados por cabezas de carnero, ecos del vellocino de oro por el que tanto se afanaba Jasón en el Cinco de Bastos que me salió anoche); lo que pasa es que fui yo, no ella, la que sacó la carta entre las otras setenta y siete del mazo.

Es maravilloso: la Reina de Pentáculos, a pesar de sus connotaciones positivas -o precisamente por ellas- vendría a ser como mi Sombra en estos momentos, todo lo que siento lejos, muy lejos; lo que no puedo ver en mí misma y sin embargo me parece familiar. Ninguna carta sería más indicada para pintarme al revés, si me he de guiar por lo que vengo viviendo en las últimas semanas: cuando leo el apartado Cheerful me río en cada uno de sus cinco puntos, como si algún aciago demiurgo se hubiera empeñado en enfrentarme con mi caricatura maltrecha.

Sin embargo, no puedo negar que casi todo esto me resuena en algún sitio; en alguna habitación del castillo, quizás ahora temporalmente cerrada con portones de hierro. No es que desconozca del todo los dones de esta Reina de Pentáculos. Como dije, yo fui quien la sacó de entre las otras setenta y siete cartas del mazo. Pero hoy nuestra cercanía no podría ser más que un chascarrillo del inconsciente, o quizás un rezo tácito.

Attractive
is appealing and popular
creates a powerful first impression
makes friends easily
has great sex appeal
is warm and outgoing

Wholehearted
is loaded with enthusiasm
tackles a task with total dedication
gives the utmost in any situation
is open and sincere
doesn’t hold anything back
Energetic
leads a busy and active life
is vigorous and strong
radiates health and vitality
has an inner vibrancy
is a natural athlete
Cheerful
is optimistic and upbeat
has an encouraging word for all
brightens whatever room he or she is in
has a warm and sunny disposition
can shake off the blues easily

Self-Assured
quietly demonstrates self-confidence
handles any situation with aplomb
can’t be easily rattled or provoked
is spontaneous and gracious in defeat
has faith in his or her abilities

Sí; definitivamente es ella -no yo- la de la corona de oro puro, la de la túnica anaranjada, transparente, que delata sus formas femeninas sin la menor preocupación, sin culparse por ello; ella es la que funde sus pies con el pasto y con la tierra, como si echar raíces fuera algo casi a priori, un supuesto de todo ser vivo que aspire a la realeza, a realizarse, a ser rey o reina, a la realidad. En la mano derecha lleva una moneda gigantesca de oro, redonda y sólida como un globo terráqueo: cosas de reyes. Pero los que saben de esto dicen que no se trata de monedas, que los pentáculos son, más bien, herramientas para magos. Como sea, riqueza. Mucha riqueza.


Mientras escribía durante los quince minutos del taller, me pareció recordar que dentro de este mazo en particular, con su corte mitológico, la Reina de Pentáculos representa a Penélope, reina de Ítaca (ciudad de la que soy ciudadana ilustre desde hace muchos años). Penélope, con todas sus connotaciones, sus tejidos destejidos que la hacían aparecer como una hiladora ineficiente, una laboriosa ama de casa frustrada, una insomne al borde de la iluminación maníaca, una araña presa del autosabotaje por negarse a tejer su telaraña, una dama sola y tristemente desnorteada. Cualquier cosa, excepto una estratega. Que vaya que lo era, como también era necia, tan necia. Porque sabía lo que quería y además le hacía caso a sus corazonadas: el Mc Combo existencial. Penélope era reina porque se sentía tan segura de sí como para no necesitar mostrarse especialmente competente frente al mundo. O quizás porque en su interior también moraba un rey, el Odiseo invisible (presumo que el visible no fue mucho más que un extra en su película). Es decir, tremendo Ánimus junguiano, capaz de determinar su fe en sí misma y la suerte de aquellos hermosos tejidos destinados al secreto, a no ver jamás la luz del día -a no ser vistos por nadie, más que por ella- para así evitar que las tramas siguieran avanzando. Una paradoja, ese deshacer los rastros de tiempo con el fin de poder seguir haciendo tiempo.

Diría que el Ánimus, visible o invisible, es uno de los derechos fundamentales del ser humano; el Ánima también, desde luego. No estar en buena relación con estas figuras internas nos puede llevar hasta a morir de inanición.Y a Penélope le funcionaba, como fuera: el hombre que la acompañó y le dio fuerzas durante veinte años vino de su propio y exclusivo mérito, no de Odiseo-el-de-la-cédula (en ese caso).

Entonces termina el taller y me lanzo a buscar a mi flamante Reina de Pentáculos en el librillo del mazo, a ver qué tiene para decirme (más allá de mis especulaciones desde la imagen misma de la carta). Y ahí me encuentro con que le erré de reina, que Penélope de Ítaca era, en verdad, la Reina de Bastos; en su lugar, conozco a Onfala, reina de Lidia. Este personaje, cuyo nombre significa “ombligo”, aparece en el ciclo de historias sobre Hércules: resulta que el héroe, en un momento poco estelar de su carrera, fue puesto a la venta como esclavo sin nombre.

Y la reina Onfala, que había heredado el reino de su último esposo y era una gobernante más que hábil, no lo dudo demasiado: sacó su MasterCard, Plan Pentáculos Sin Recargo, y se llevó a Hércules quien le sirvió fielmente durante tres años. Pero hay que leer el librillo para contextualizar un poco el asunto:

“Compró a Hércules como amante más que como luchador”; “Ella pasaba la mayor parte de su tiempo con el héroe, abandonándose completamente al placer”; “La Reina de Pentáculos es una imagen de la fuerza femenina y de la sensualidad, que puede esclavizar incluso a un hombre tan indómito y tan bruto como Hércules”; “No se trata simplemente del deseo de satisfacción fìsica, sino de una fuerza primordial que tiene dignidad y poder a la vez. Al servicio de la Reina Onfala, Hércules pasa por una especie de iniciación -y nosotros también: cuando la encontramos en nosotros mismos, debemos someternos al poder de los instintos y al reconocimiento de que incluso
la mente más elevada y la espiritualidad más exquisita existe en un cuerpo que está hecho de tierra”; “Su adquisición del héroe como amante no se debe a que no tiene otros amantes a su disposición, sino a que ella quiere el mejor. Por eso puede ser tomada como una imagen de la valoración de uno mismo, porque Onfala se trata a sí misma y a su cuerpo lo mismo que a su país, con cuidado y abundante generosidad”; “De todos modos, Onfala no es meramente sensual. Es una soberana que actúa en su derecho, y está preparada para ser generosa pero siempre realista y conservadora de su riqueza y de su territorio”.

Luego del primer impulso hacia el ataque de pánico que me provocó la idea de hacerme cargo de los inesperados mensajes de la otra Reina de Pentáculos -tan lejos de los conocidos, los de Penélope y todos mis camaradas de Ítaca a los que aludí primero-, lo pensé un poco y me di cuenta de que todo esto tiene bastante sentido. Lo de la soberanía sobre el territorio personal. Lo del cuidado propio. Lo del reconocimiento del cuerpo, que también sufre los embates del alma. Lo del deseo como motor y fuerza. Lo de la generosidad, que se cuida de prodigarse indiscriminadamente, a cualquiera, sin tomar en cuenta la economía global del reino. Lo de la valoración de uno mismo, en suma. Aplíquese esto a todos los órdenes, no sólo a la posibilidad de agenciarse a un escultural Hércules como esclavo. Alguien me habló una vez de una expresión legal de fidelidad a la corona (británica, por supuesto) que no podría ser más adecuada en este caso: At Her Majesty´s pleasure.

¡La Reina de Pentáculos hasta se burló de mí, intentando reconciliarme con el terrible dragón del Cinco de Bastos que anoche casi me lleva al envenenamiento! Por lo visto, ella tiene sus particulares recursos para enfrentarlo; a juzgar por la carita del dragón, le debe dar mejores resultados que las antorchas de Jasón con todos sus argonautas:

Esto me pasa por sumarme a los ejercicios de los alumnos en secreto. Pero lo hago para no perder contacto del todo con los desafíos de las propuestas a las que los arrojo, pobres. Lo hago para sufrir un poquito, como ellos; para expiar mis culpas y no perder el camino como guía.

Nadie vaya a creer que estoy tratando de encontrar alguna respuesta personal. Qué va.

Todo hubiera sido tanto más fácil con los telares de Penélope…

Maldición.