“¿Ya tenés el traje de viuda?”, dijo la voz.

Parpadeé. No, no era un recuerdo. Lo había soñado, simplemente. A menudo me ocurre eso de confundir los planos.

También soñé con un ave negra, mezcla con reptil, una especie de pterodáctilo que volaba casi en picada sobre mí y me pasaba raspando, a pesar de que yo me tiraba a tierra. En el suelo, debía arrastrarme sobre mi propio estómago, con toda dificultad; avanzaba sobre una especie de puente colgante de madera intentando pasar al otro lado. El puente tenía huecos, roturas, pero que lejos de dar al vacío dejaban al descubierto extraños animales gelatinosos, grandes caracoles sin cóclea, fetos sanguinolentos de dinosaurios, quizás. Me repugnaba el contacto con esa sustancia blanda, húmeda, blancuzca, pero debía continuar a pesar de eso. No podía quedarme donde estaba; más allá, la vista me devolvía al menos una pradera, si bien totalmente desierta, sin el menor rastro de presencia humana.

Pongo una mano en cada uno de sus oídos; él cierra los ojos celestes, celestiales (iguales a los de Astor) y algunas lágrimas le empiezan a caer por los costados. Ningún aspaviento. Si acaso, puede que como Cristo en el Monte de los Olivos; sin entender del todo el porqué de su cruz, pero dispuesto a abrazarla. Una vez más.

Yo también lloro. Cambio mis manos de lugar, a su corazón. No sé si sirve. A veces sirve. Nadie sabe en esto qué es lo que sirve.

Pensaba el otro día que hasta las películas de cine mudo solían tener música.