El inconsciente es impresionantemente sabio, sin duda mucho más que esto que llamamos “nosotros”, “yo”, y que sólo se refiere a la conciencia racional. Escribí que en uno de mis días aciagos, a punto de volver a vivir en México, vi al Darno por última vez en mi despedida; anoche soñé que él estaba grave, internado en un hospital, y yo tenía un problema muy importante en la espalda y estaba internada en la habitación de al lado. Era curioso que mi internación era, a su vez, ambulatoria: yo entraba y salía del hospital como si nada, pero mi habitación seguía siendo esa. Me llamaba la atención lo gigantesca que era, con enormes camas, y sin que hubiera otro ocupante que compartiera el espacio; ciertamente era como un hotel y de los buenos, con el inconveniente de que los fines de semana esa mutualista se convertía en centro de esparcimiento de innumerables familias que veían allí la TV, usaban los jardines y hacían muchas actividades recreativas. Yo regresaba uno de los días y me encontraba mi habitación plagada de gente, de niñitas que revisaban mi ropa en los placares y a quienes detenía con mi petrificante mirada de Medusa ante el desconcierto de las madres. De viejitos que se aposentaban por doquier a tomar el té y no me dejaban acceder a mis propias cosas, de hombres mirando interminables partidos de fútbol. Pero eso, tarde o temprano, terminaba y otra vez la semana normal empezaba tranquilamente.
A todo esto, el Darno seguía convalesciente en la habitación de al lado. Me decía a mí misma que luego de bañarme y vestirme decentemente iría a verlo, que no podía ir en pijama, pero tanta gente invadiendo mi espacio hacía la operación más complicada. También, vanidosa, me daba cuenta de que yo estaba toda desarreglada y fea; no me gustaba visitar a mi admirado admirador en ese estado, aunque después me di cuenta que si yo misma estaba internada, cualquiera se daría cuenta que no me sentía demasiado bien y eso se reflejaría en el aspecto. Pero pasaba y pasaba el tiempo y yo no iba a verlo, aunque seguía el movimiento de su habitación por la ventana, lo veía pedir que le alcanzaran algo, y sentía renacer mis esperanzas de que no muriera. “En realidad, no era verdad eso de que lo vi por última vez en mi fiesta de 1999, ahora mismo lo estoy viendo!“, me decía con alivio. “Menos mal, su muerte fue sólo un malentendido, una conclusión apresurada...”
Recuerdo que en el sueño también pensaba que era extraño que lo hubieran puesto en una habitación tan pequeña, que en aquel hospital había cuartos “para celebridades” (lo que no carece de lógica, pues la gente con muchos seguidores siempre recibe más visitas). Luego, en la vigilia, me vino claramente el recuerdo de mi amiga M. de México cuando estuvo aquí de paso: ella me contó que cuando trabajaba como arquitecta en Gayoso, la funeraria más importante del DF, diseñaron una sala para la gente de la farándula, políticos, etc en cuyo velorio se concentraban multitudes que distorsionaban el funcionamiento del lugar. El paralelismo con mi sueño es obvio: durante mi trayecto onírico, una parte de mí *sabía* perfectamente que el Darno estaba muerto, aunque quisiera concebir esa última esperanza de que sólo estaba enfermo. Y, por otra parte, también es una queja de que no se le reconociera lo suficiente en vida: estaba en una sala común cuando tendría que haber estado en una de esas salas gigantes que inventó mi mundo fantástico, cuartos de hospital donde internan a los famosos para que den conferencias de prensa y reciban tributos de los admiradores.
Pero el insight del sueño no termina allí: en teoría, yo pude haber visto a Eduardo cuando regresé a vivir a Uruguay. El estaba muy mal, es verdad, y yo tenía un bebé de meses y estaba aterrizando en un nuevo-viejo país, pero en teoría igual podría haberlo visto: era sólo llamar y decir “¡Estoy aquí!”. Sin embargo no lo hice (y por supuesto, eso me pesa terriblemente, considerando el esperado-inesperado desenlace), y no lo hice porque *yo también estuve mal, muy mal* durante esos dos años que volvimos a coincidir en Uruguay sin vernos. Yo estaba “internada en la habitación de al lado“, yo no podía sostenerlo, comprenderlo, curarlo, y ahora mis antes precarias alarmas de supervivencia emocional estaban activadas por la existencia de un nuevo integrante en mi vida, un duende frágil, un sueño de ojos azules y sonrisa. Es tan, pero tan claro el planteo del sueño, que cuando él estuvo internado en 2006 yo ni siquiera me enteré porque yo misma estaba internada, aunque en mi domicilio. Y todas las veces que pensé en llamar al Bertolucci-Ñoquis-Ñoquis (si seguía siendo ese su teléfono), una voz interior me advertía que yo no podía esta vez con el paquete, que me protegiera. Que no podría ser su donante de sueños, como antes, que no podría llevarle una transfusión de vida y energía, de esperanza y luz, porque yo misma las necesitaba para mantenerme en este mundo. Porque ahora yo tenía una misión que iba más allá de mí misma. Sin embargo, siempre tuve la certeza de que él seguiría allí cuando yo volviera a estar bien (los de Escorpio, ambos, siempre nos regeneramos y levantamos de nuestras cenizas, hasta que somos cenizas), cuando volverlo a ver no me pusiera en un riesgo de sombras.
Mi última oportunidad pasó de golpe cuando leí la necrológica de Patricia por casualidad; me recorrió un escalofrío por la espina dorsal: supe que Eduardo estaba en *grave peligro* y ahí sí, días después dudé. Podía sentir la oscuridad que lo estaba envolviendo y llegué a tomar el teléfono, pero no llamé. Luego supe que de todos modos él estaba en Villa Carmen en esos momentos, que nunca lo hubiera encontrado en su casa. Y luego el cajón envuelto en la bandera, las flores rojas, las notitas que deja la gente en la bitácora del velorio, la cara triste de los tíos viejitos, la mirada fuerte y llena de vida de Chichila, la muchacha desolada que tenía los mismos ojos que Patricia y seguramente era su hermana o familiar. No era una sala de Gayoso para celebridades; era sólo una sala de Martinelli, aquí, en Uruguay, país donde las estrellas no existen, y sin embargo estaba llena, llenísima, y la gente hablaba en susurros que sumados eran el final inconfundible de “Todavía las flores” (…quise decir “Ni siquiera las flores”…)
Es decir, mi inconsciente hizo por mí dos cosas anoche: me devolvió por un rato la esperanza en la irrealidad de la muerte, en que Eduardo Darnauchans estaba todavía peleando por la vida y podíamos recuperarlo, quizás. Y me explicó, me consoló, me perdonó claramente: “Cuando él estaba internado, enfermo, tú también lo estabas. No podías ir como una visita más, no era tan fácil. Y eso que estaban en habitaciones contiguas“.
Lo cuento acá para quien pueda servir, y así no atomizo a G., pobre, que siempre me mira con cara de “Mirá vos”…
(foto de su último concierto en la Sala Zitarrosa, 25/11/2006, tomada por Sorgin/Agustinz)
Pero qué cosa Gabriela!
Hace un par de semanas también soñé con Eduardo, incluso lo dejé registrado en el space de Diego, porque justamente fue un día antes o después de su cumpleaños(el de Diego)
Yo todavía no sé por qué pasan estas cosas, sin duda, debe de haber algo de complicidad de su parte.
Me encantó lo de la clave del número de teléfono, si bien siempre lo tuve en la cabeza, nunca lo relacioné con los ñoquis de 29, jeje, eso sí, cuando fuera a la casa, siempre debía tocar 3 veces y esperar, eso nos hacía sentir especiales, miembros de esta cofradía, que incluso, ya sin Eduardo aunque sea del otro lado del teléfono, nos sigue juntando, desrespetando la distancia y su ausencia.
Te dejo estas líneas mientras escucho una vez más la versión de cabrera de “el instrumento” (la descubrí ayer) que subió hace ya un tiempo nuestro amigo en común.
Cada vez que te escribo intento ser puntual, práctico y resumido, pero no, contigo es imposible!!
Espero que si nos veamos en julio, en alguna mesa de bar, seguro, tengamos todo este rollo!
Un abrazo grande!
de su amigo tocayo y vecino del barrio Darnauchans!
gabriel