Era uno de esos días en que, como todos los días, llevé a Astor a la escuelita de mañana. En la última calle a cruzar había un camión estacionado que nos tapaba la vista; de pronto, apareció un hombre muy sucio, con mucha barba y el pelo alborotado. Era bastante bajo, lo que con esa ropa tan ajada y la cara de loco terminaba dando una impresión general de duende. Tenía los ojitos azules chispeantes, y gritaba hacia el camión: “Knorr te quiere ayudar, Knorr te quiere ayudar!!!!”. No sé si iba descalzo porque no quise mirarlo demasiado, pero sí, me pareció que sí, y que tenía los pantalones enormes, y que se reía entre todo ese griterío aparentemente sin sentido.
Lo esquivé con Astor de la manito (es difícil explicarle esas cosas a un niño, precisamente porque uno no las entiende del todo) y crucé la calle mientras el duende/demonio seguía con sus saltos y risotadas frente a algo que nadie –fuera de él– entendía. No sé por qué, lo de que “Knorr te quiere ayudar” me sonaba amargamente irónico, pero no puedo transmitirlo. Quizás porque es una marca de sopa, y él estaría hambriento, y nadie lo ayudaba.
Entonces miré hacia atrás y en la misma esquina donde días atrás había sufrido por el pobre hombre que dormía a la intemperie, tirado, muerto de frío, aquel ante el que me salió exclamar: “¡Angelito!”, vi las frazadas amontonadas.
Mi ángel doliente era ahora un demonio que me podía dañar… No se me borra de la memoria su expresión insana, su mirada azul sarcástica frente al mundo, su corta estatura saltarina.
Ya sé, no es ninguna novedad. Finalmente, todo es cuestión de miradas. No se salvan ni los demonios ni los ángeles.
Y la mirada del que PUEDE VER estas cosas. A veces no se si es una maldición (dónde se guarda el dolor de haber visto?) o una bendición, la del placer que surge de la necesidad de poner la mirada en un papel.
Es verdad.
Yo, pese a las incomodidades, prefiero VER. Ya después uno verá qué hace con eso. En el mejor de los casos, escribir.