Hasta ahora, siempre había odiado los videojuegos. Debe ser por la natural resistencia a los cambios de conducta que siempre trae aparejada la tecnología, esa constante revolución imparable. Por ejemplo, decir(se) que uno nunca irá como un autista, escribiendo SMS mientras camina por la calle, y al tiempo quebrarse un tobillo por no haber visto el pozo. Aunque en mi caso, no es que no me diera cuenta del atractivo mismo de los videojuegos: como buena adicta a la virtualidad en todas sus formas (internet y su abanico de modelos, simuladores, avatares, robots con gestos humanos o que contestan inteligentemente los chats, Second Life, redes sociales e incluso el cine, y hasta la narrativa de ficción), no me era difícil imaginar qué es lo que encuentran los fanáticos de los videojuegos en sus universos laberínticos y vistosos. Sin embargo, me parecía reprobable, peligroso: en internet, uno es proactivo, interactivo, hiperactivo -decía- y aquí sólo consumen su tiempo en un entretenimiento estéril. ¡Mueran los videojuegos!

Quizás en el fondo todo partía de un secreto encono, ya que las veces que jugaba con el Nintendo de mi hermano no entendía hacia dónde tenía que ir Donkey Kong ni por qué debía juntar las bananitas; en cambio, una vez perdida, terminaba explorando fascinantes escenarios, islas maravillosas, castillos con misterio, totalmente olvidada de los objetivos del juego. Con el tiempo, claro, ese afán aventurero se me iba volviendo aburrido.

Hace una semana, Astor cumplió cinco años y le regalamos un Play Station 2, para su gran felicidad y algarabía. Yo no estaba tan convencida con esa inutilidad del juego por el juego mismo, que es muy ponderable y enriquecedora pero en contextos más abiertos, menos solitarios. Es decir, no virtuales. La imagen de esos niños obsesionados, que no sacan ni los ojos ni la mente de la pantalla, y cuyos deditos presionan botones en el aire mientras van en el ómnibus o hasta dormidos -cual pianista virtuoso que no pierde tiempo sin continuar con su tan necesaria práctica- eso me ponía los pelos de punta. Hay un término japonés, hikikomori (que más que palabra es un nuevo concepto) para los adolescentes que se encierran en su cuarto con cable, videojuegos e internet durante años, sin bañarse ni hablar con nadie. La imagen del consumo que no da nada a cambio. Seres pasivos que demandan, chupan, devoran, esperan todo de afuera como si fueran lactantes, sin mover un dedo para incidir en el mundo. Contemporáneos lotófagos, una de las tentaciones del héroe durante su odisea. Antítesis histórica de la revoltosa e idealista generación de jóvenes de los 60´s. Junkies que creen en las promesas del dealer, de ese sistema que al fin ha encontrado la fórmula para desarticular las funciones naturales y saludables de la juventud de cada época: cuestionar, revisar, criticar despiadadamente a las generaciones precedentes, moverles el piso, sacudir, volver(nos) a lo auténtico y, aunque sea un lugar común, luchar por un mundo mejor (en principio, mundo en 3D). Pero hoy en día, los padres debemos agradecer tener un hikikomori plantado en casa o una anoréxica bobita que quiere ser modelo a toda costa, en vez de un hijo con las neuronas hechas puré por la pasta base. Como sea, todas son formas -más destructivas unas, más entumecedoras otras- de distraer a los jóvenes de sus perturbadoras cualidades revolucionarias, que no tienen por qué venir necesariamente junto a las armas ni enfocarse siquiera en lo político: basta con sacudir los paradigmas existentes, con recordarnos que las cosas se pueden ver de otras maneras. Con plantarse frente al mundo y decir: “Esto no es suficiente, queremos más y mejor”.

Por supuesto, con el paso del tiempo y habiendo conseguido ciertos “logros” en el mundo, esa juventud envejece y, sin siquiera darse cuenta, se echa para atrás en sus reivindicaciones, se adapta, se olvida. Pero el efecto ya está hecho, y siempre vendrá el recambio, la nueva juventud, el nuevo dedo índice implacable, el nuevo modelo, el nuevo ejemplo.

Bah: eso es lo que había sido hasta ahora, hasta esta ingeniosa maniobra del establishment, que ha logrado desarticular a los adolescentes dándoles placer cerebral en adictivas dosis. Con padres, para colmos, criados por aquellos que vieron desfilar en T-shirts de moda al Che Guevara o que no pudieron evitar que el movimiento hippie se convirtiera en una interesante tendencia comercial, algo “in”, en su momento. Padres que, por supuesto, no creían en límites ni autoridades, en jerarquías ni prohibiciones (por lo que sus hijos no tienen ahora la menor idea de qué hacer como padres), pero afirmar que sacarle un cuchillo de las manos a un niño es atentar contra su libertad es una posición filosófica bastante rebuscada. A estos adolescentes lotófagos, a estos jóvenes de veinte (¡y de treinta!) que no estudian ni trabajan (…ni se lavan la ropa ni se hacen la comida ni estiran su cama y, menos que menos, hacen algo por el resto de la humanidad) hay que mandarlos a cortar caña de azúcar o su equivalente regional.

Lo sé. Hablo ya por boca de los viejos del mundo frente a las juventudes que los sustituyen, con ese rechazo e incomprensión que caracterizan el ping pong generacional. Pero acá mi temor es, precisamente, perder el sano papel del terremoto juvenil, y perderlo para siempre. Que no me diga alguien que drogarse, estar conectado permanentemente a mundos virtuales e inutilizarse para incidir en el entorno físico es una nueva forma de rebeldía: a mí me lo vendieron como “evasión” y “alienación”. Salirse de todo y lavarse las manos tiene consecuencias, como bien podría atestiguar Poncio Pilates. Votar en blanco lo hace a uno sentirse inmaculado por no haber sido cómplice de la porquería que es la democracia fuera del ámbito teórico, pero -hasta en los casos en que esto se convierte en un movimiento representativo de una fracción dada- la democracia no se desarticula e incluso los resultados pueden ser aún más dramáticos. Votar en blanco sólo se justifica en el marco de una tiranía, en una verdadera imposibilidad de acción y de opinión. No salir a la calle, a la vida, a las confrontaciones y encuentros del mundo, es adoptar el voto en blanco por default, no estar, no involucrarse. Creo que el poder en todas sus formas -léase “gobiernos”, “monopolios comerciales”, “mafias”, “ideologías oficiales”, etc- se beneficia enormemente de esta postura existencial de las últimas décadas, más notoria e incluso alarmante entre los jóvenes, pero no privativa de ellos.

¿Por qué, entonces, regalarle el ansiado Play Station a un niño, si a la postre estas cosas resultan tan nefastas? Porque, sin que implique una aceptación pasiva, tenemos que lidiar con lo que hay. Prefiero que Astor forme parte de su tiempo y de su generación, con límites y elementos críticos, a tenerlo en la búrbuja de “lo que debería ser”. Que pueda comunicarse con sus pares en su idioma, interactuar; prefiero entender de qué se trata antes que satanizarlo sin conocerlo. Y que lo use en cierto porcentaje de su vida, que adquiera las destrezas que necesite y satisfaga plenamente su interés, pero hasta donde le marquemos los padres. Sin despeñarse por ese tobogán sin retorno del aislamiento, del consumismo glotón, de quedarse únicamente con la respuesta a lo planteado sin ser capaz de generar nuevas preguntas. No quiero negar la nueva realidad sino darle herramientas -las torpes, ingenuas e improvisadas herramientas que se me ocurren- para manejarla. Aquello de que “en casa no vemos TV” sólo sirvió para crear niños más versados en la materia que el suplemento Teleguía.

Y ahora que empecé a jugar con Astor de vez en cuando al Star War Lego, por ejemplo, he descubierto algunas cosas interesantes. Resulta que darle de espadazos a un malo para desbaratarlo en monedas y corazones que nos sumen puntos es de lo más placentero, sobre todo para los papafritas a los que nos cuesta plantearnos objetivos personales que puedan afectar a terceros, y menos que menos si hubiera que competir y dejarlos tirados por el camino. Yo diría que el asunto es terapéutico, incluso. Otro entrenamiento muy atendible es la perseverancia frente a las dificultades, la tolerancia a la frustración: insistir, insistir hasta que lo logremos, hasta que el saltito no termine en caída al precipicio, hasta que la secuencia correcta del encendido de las lucecitas nos permita pasar a un nuevo nivel.

También hay que desarrollar cierta plasticidad estratégica en cuanto al uso de las fórmulas que nos dan resultado: si hay que saltar, es mejor convertirse en el “caballito”, pero si queremos abrir puertas no hay como R2-D2. Ninguno de ellos tiene armas, así que frente a los androides enemigos hay que elegir a Obi Wan Kenobi o el Yoda. Hay otro personaje que se rodea de una burbuja energética, que bien sirve para bloquear ataques enemigos y avanzar, pero -como toda estrategia netamente defensiva- no para vencerlos. La reina Amidala dispara un arma de fuego, que no tiene la elegancia vistosa de las míticas espadas embuídas del “Use the Force, Luke“, pero permite acceder a otros espacios tirando al blanco. Elegir el personaje correcto para lidiar con cada dificultad específica parece ser más eficaz que arremeter una y otra vez con un plan rígido y predeterminado.

Pero el entrenamiento más valioso que vengo encontrando en los videojuegos es que uno nunca sabe, en realidad, por dónde debe ir para llegar a la meta, ni tampoco sabe de antemano qué deberá hacer para lograrlo. Y, salvo que un aguafiestas crónico o emisario divino nos estropee el viaje, en eso se parecen endemoniadamente a la vida: no hay otra que lanzarse de lleno para llegar a entender de qué se trata y qué carajos tenemos que hacer. Supongo que sí, que hay una reina que liberar o una raza que salvar detrás de todo el asunto.

Ahora pienso distinto que antes del cumpleaños: los videojuegos aportan habilidades, sirven para la vida, son un simulador interesante, una dramatización de conflictos y actitudes frente al conflicto que pueden ir mejorando. Por ejemplo, descubrí que cuando se arman los cocolazos, el zafarrancho de una guerra con naves que disparan desde arriba y enemigos que atacan desde abajo, Astor se va, disimulado, por los bordes de la acción y -hasta diría, “diplomáticamente”- trata de mantenerse vivo, mientras es el otro jugador el que golpea y ataca (y que precisaría de su miedosa ayuda). Ahora le digo que se meta en el borbollón y pelee. Seguro que tarde o temprano, por más derrotas que sufra, esa afirmación personal lo apoyará también para pelear por lo suyo en lo que le toque enfrentar fuera de la consola, y no intimidarse tanto frente a otros que vengan tirando bombas y granadas. Ya eso valdría cada peso invertido en el Play Station. El asunto es usar los videojuegos para la vida, pero no que sean un sustituto de la vida y sus desafíos. Que no serán tan espectaculares como son los de los guerreros, las reinas y los alienígenas, pero también son heroicos, al fin y al cabo.

Claro que, sin duda, permitir la creciente virtualidad de nuestros tiempos poniendo límites es mucho más incómodo y conflictivo que permitirla a demanda del consumidor (que, al igual que con las drogas, es una demanda cada vez mayor) o simplemente prohibirla. Astor juega un rato martes, jueves y fines de semana: espera ansioso el momento. Confieso que a veces lo acompaño, a él le encanta. Me sumerjo en la ficción, como lo hago cuando leo, pero en esto tengo que poner un despertador -uno real, que haga “ring”- para asegurarme de poder salir yo misma del embrujo. Y entonces, una vez afuera, poder sacarlo también a él.

Feliz Cumpleaños ASTOR… 5 añotes!!!! on 12seconds.tv
Los tíos Mopri y Lorena, locatarios, tres tíos abuelos viajeros, un padrino residente en Houston, todos desde Monterrey, México. Viva internet!