El otro día, encontré unas hojas impresas con la inconfundible letra de los archivos de Word de Levrero. Vaya uno a saber cuál es la dichosa tipografía -he probado hasta el cansancio, pero no soy una persona muy gráfica que digamos: ¿Lucida Bright, quizás?-; lo cierto es que, cuando encuentro esa font en un texto cualquiera, tengo la trasnochada esperanza de que el contenido de lo escrito provenga, en realidad, de su puño y letra, de su voz. Por supuesto, eso no ocurre, no es más que una de mis ilusiones negadoras. Pero, de cuando en cuando, sí: a veces son comunicaciones nuestras que quién sabe por qué motivo imprimí alguna vez (posiblemente porque quería leerlas varias veces y en cualquier lugar, no necesariamente frente a una computadora, o habré tratado de salvarlas de la dimensión desconocida de mi disco duro, de ese agujero negro, del laberinto donde tiempo después ya no hay hilo de Ariadna que valga). Y a veces, y no es excluyente, también son comunicaciones retroactivas.

Esto que me encontré ahora es la prolija selección de todos y cada uno de los fragmentos de La novela luminosa en los que interviene Ginebra. Levrero, con su acostumbrado respeto, caballerosidad y fair play con el resto del mundo (de sus manías y aspectos al borde de lo insoportable hablamos otro día), pidió puntillosa autorización a todos y cada uno de los “personajes” que intervienen en esta, su novela póstuma. Parece que todas las mujeres lo aceptamos tal cual, sin cambiar una coma, más allá de la exposición que podía significar actuar de contraparte, en un sentido u otro, de una mente fenomenal y profundísima como la de este individuo. Sé que algún hombre le cuestionó ciertas cosas, cuándo no. Pero las mujeres fuimos incondicionales, pese a que sería muy fácil para un gran círculo de gente -lo que en Montevideo equivale a decir, a la larga, “para todo el mundo”- identificar a cada uno de los mencionados. Empero, Levrero recurre a un truco interesante, que es -en algunos casos solamente- hacer figurar al mismo personaje de su diario bajo dos identidades distintas, quizás para despistar. Supongo que eso se corresponde perfectamente con su estrategia existencial de dividirse en un “Jorge” -el de la cédula, el civil, el de la familia y amigos- y un “Mario” -el escritor, el maestro, el alma-. Yo siempre traté con Mario, pese a que -ahora me doy cuenta cuánto- Jorge era imprescindible para que Mario siguiera con nosotros. El corazón bombeando, el cuerpo viable, todo eso estaba en la maquinaria de Jorge, estuche de Mario. Y bueno.

Me puse a leer los fragmentos de Ginebra, y eso me llevó a retomar partes salteadas de la propia novela luminosa. La leí cuando se publicó, en el 2005, y debo decir que me llevó muchos, muchos días animarme a empezarla. Luego me di cuenta de que era un regalo, un reality show de Levrero a lo largo de un año (un año en el que no estuve viviendo en Uruguay: apenas rocé su calendario con una visita al país en vacaciones), la oportunidad de estar un rato más con él. Me ha costado mucho dejarlo hablar desde que murió: cuando Chl me preguntó qué quería que me mandaran a México de su casa, yo ni dudé. “Una tacita de café y su voz grabada”. Necesitaba saber que no perdería la posibilidad de ese contacto, el vínculo con la hipnótica voz masculina que habla con esas verdades que, muy en el fondo, uno ya conoce y teme. Pero, a estas alturas, casi seis años después, aún no me he atrevido a escuchar dicha grabación. También compré Todo el tiempo cuando salió publicado, y ahí sigue, esperando, como si me resultara lacerante volver a oírlo, así sea en la silenciosa lectura de mi mente. El amor duele.

Y bueno.

Me impresionó cómo define Levrero a Ginebra. Ya lo había leído, varias veces: tanto en la famosa autorización como en la novela publicada, y él mismo me lo dijo montones de veces. Pero viéndolo así, ahora, en letra de molde y con tanto tiempo transcurrido en el medio, me pareció de una contundencia extrema:

“…considero que es la representación más perfecta del Ánima junguiana 
que mi inconsciente pudo encontrar”.

Cualquiera pensaría que puede haber sido una carga ese ser “la representación del Ánima” de semejante genio, pero no: era una tarea grácil, apasionante y llena de vida. Por el permanente diálogo, por esa búsqueda incesante -individual y conjunta- de claves en la maravillosa complejidad del universo, como bien decía él. Por supuesto, la proyección era de ida y vuelta: Mario sostenía gran parte de los andamios de mi alma. Él también llevaba en sí -en todo eso que lograba percibir del mundo, en la envolvente voz con la que hablaba, en lo que era, finalmente- muchos islotes del archipiélago de mi Ánimus.

Sí, me impresionó cómo lo expresa allí. Y luego me reí bastante con la críptica y abochornada secuencia de sus correos sobre aquel sueño clave con Ginebra (que con la verdadera Ginebra nada tenía que ver: queda claro que anticipa, por muy pocos días incluso, la fulminante aparición de Chl en su vida). Leído a la distancia de doce años, me hizo reir, realmente, porque en todas esas sostenidas obsesiones, la maravilla frente a las casualidades y sincronismos,la fascinación ante enigmas que jamás habrán de resolverse, y esa disposición a leer las señales de una especie de libro invisible que es uno mismo, se pinta a Levrero de cuerpo entero. Y poder charlar cara a cara sobre sus sueños eróticos o mis afanes de muerte -café mediante en su cocina y con la plena, absoluta convicción de que éramos realmente hermanos (de otra clase de familias, pero siempre hermanos, hermanitos)-, concentrados en una investigación de algo que no tendría, supuestamente, sentido para nadie más que nosotros, es una experiencia que le queda muy grande a las palabras.

Pero no fueron mis involuntarias y comprometedoras actuaciones en el cine porno de lo simbólico ajeno lo que me horrorizó de esta lectura, sino que más adelante me describiera como “una mujer muy dada a las brujerías y a las percepciones místicas”. ¡Esto sí que no lo recordaba! Enseguida me vino a la cabeza -como esos padres que, sonrojados, son atrapados in fraganti por sus hijos en situaciones a primera vista contrarias a su condición de tales (léase “borrachos”, “desnudos”, etc)- qué pensarían mis alumnos ante semejante definición de su guía y coordinadora. ¿Habrá quienes se hayan sentido, entonces, más seguros frente a mis extravagantes propuestas de motivación literaria, como los argonautas apoyados por los trucos de Medea? ¿O quizás habrá quienes saldrán corriendo en cuanto tal definición llegue a su conciencia? ¡Esto sí que hizo que se me pusieran los cachetes de todos colores! La desnudez y “actitud proactiva” de Ginebra en el famoso sueño no es nada comparada con esta espeluznante exposición a partir de la cual el mundo sabe ahora de mis brujerías y percepciones místicas. No entiendo cómo fue que autoricé este pasaje.

Y bueno. Lo escrito, escrito está, así que prefiero hacerle frente y divulgarlo. Ahora, en mi inmadura madurez, pienso que ser transparente es la mejor estrategia para no ser descubierto cuando se juega a las escondidas. Ganar de mano es importante. Aunque la mía sea siempre una transparencia que lleva hacia pistas y rastros: rara vez frontal, aunque parezca.

No hay duda de que lo extraño. Más aún, en los momentos en que me siento perdida. Y me da rabia que no se me aparezca como un fantasma, que no haga sonar la campana de noche, que no participe más en mis sueños, que no detenga los relojes inexplicablemente. Me da rabia que nos haya abandonado, egoísta, embelesado como estará ahora con la bienaventuranza eterna. Y que, por piedad de mí, no se haya convertido en un espíritu chocarrero.

No lo puedo creer: estoy escribiendo esto en el café de una librería, y cuando levanto la vista, frente a mí, a unos tres metros, veo un enorme cartón impreso. Sólo dice: “Miguel Ángel: obra completa”. Y está ilustrado con una enorme mano. La mano que toca el dedo de Dios, como -salvando las distancias- en el sueño de Ginebra.

(Foto de la paloma: Mario Levrero)