Por el lugar más tupido, por allí se entra al bosque. Pero las canastitas no sirven para nada: sirven en cambio las espadas, los escudos, los brillos metálicos, las cadenas pesadas, los yelmos, la cota de malla; sirven los mapas para buscar los griales debajo de las piedras, o las piedras para desollar lobos, o hasta las pieles de los lobos para taparse del frío; sirven los pasteles de manzana de la abuela, las cerezas, el olor a canela y a vainilla, la leña crepitando después de una tarde de lluvia. Toda la mitología de los bosques es inútil, las canastitas son del todo inútiles en el bosque. Pero no sé por qué cuentan tanta cosa desatinada de los bosques, como para que las niñas estúpidas los atravesemos sin preocuparnos, sin poner el dedo en el gas pimienta, como deberíamos, en cambio. Un bosque suele estar lleno de zorros haciendo zancadillas, de jabalís acosadores, de lagartos ladrones. Sí, el bosque es un cierto lugar donde a menudo se refugian las sombras de violadores ajusticiados, donde van a parar los aullidos de parto, donde crecen árboles gigantescos de voz grave. Y yo, sacando mi canastita, mi mantelito deshilado, mis deslucidos recuerdos de contienda.