Yo empecé este blog, El libro de los pedacitos mágicos, en el año 2004; estaba apenas interiorizándome de lo que consideraba una posible herramienta de independencia editorial (así fuera casera) y había hecho un único miserable post de prueba, cuando murió Mario Levrero. Amarguísimo, oscuro momento que durante años me quemó los ojos del alma cada vez que lo intentaba recordar; imaginarme a mí misma aquel lunes de mañana en Querétaro, sentada frente a la computadora con un bebé de dos semanas en brazos mientras leía, inocente, lo que -pensaba yo- sería un mail más de la luminosa Chl (aquí está la prueba de que no todo el mundo mata al mensajero: yo le agradeceré hasta el fin de mis días por haberme avisado unas pocas horas después, y por todos y cada uno de sus mails posteriores, como si su privilegiada mirada de duende bella, dolida -como yo- pero con cierta cuota de humor sobre las circunstancias -como él- pudiera curarme el desgarro). Por eso, la dirección de este blog terminó siendo adioslevrero.blogspot.com: porque se trata de un blog fúnebre desde su inicio (más tarde blog luctuoso, de esta y otras pérdidas), creado para no perder del todo a alguien amado que se muere.

Porque en un principio creí -qué ingenua- que escribiendo aquí (¡tanto, tanto que nos escribimos durante esos ocho años, a menudo varias veces al día!) podría seguirme comunicando con aquel sin el que de golpe la vida pareció haber perdido gran parte de su sentido. Aquel, mi mejor amigo, mi hermanito (frater mystico), mi socio, mi maestro, mi fan. El islote más contundente en el archipiélago de mi ánimus. Muerto, y entonces había que rearmar la vida desde una soledad atroz. Pararse sobre ese miedo oscuro y terciopelo, perseverar hasta que el dolor ya no quemara tanto. O sea, años.

Mi maniobra del blog no sirvió para nada: Levrero no apareció luego de muerto, así que desistí, perdí las escasas fuerzas que había acopiado para mi patética invocación escrita. Si algo me quedó claro en aquel momento, pero desoí años más tarde, es que Mario se había desprendido sin ningún tipo de culpa, sin aferrarse, sin nada pendiente en esta tierra. No importa lo que hiciera, no se sentía presencia alguna. Por eso dejé mi inútil blog para retomarlo recién tres años más tarde, ya sin pretensiones de tabla de ouija. Aparte de que yo le había pedido expresamente que, si él moría primero, me hiciera una señal: nada me convencía en un principio, y muy poco después el destello se desvaneció. Tengo que admitir que Mario no se comprometió a hacerme la famosa señal -como a nada, o a casi nada que se formulara por anticipado y en términos absolutos-, pero sí dijo que seguramente, dada la enorme conexión en la que vivíamos, se diera algún fenómeno espontáneo de un modo u otro.

Mujer de poca fe.

Dicen que hoy, 30 de agosto, era también el Día Internacional del Detenido Desaparecido. Nada más apropiado, cuando pienso en los siete años -ciclo finalizado- que hacen desde su muerte. Porque para mí desapareció. De un momento a otro, sin explicación, sin advertencia, sin que pudiera contemplar su cadáver. Lo curioso es que parece -recién me estoy dando cuenta ahora, tanto tiempo después- que para mucha gente apareció a partir de su muerte: una mitología cada vez más engordada y adulterada que me hace cuestionarme muchas cosas. “Rocé el borde de su manto, y si no, igual rocé el de aquellos que se sentaron a su mesa”. Para mí, fue el mejor amigo de carne y hueso que tuve jamás, no una figura pública; menos, todavía, un gurú de los planos invisibles, un alma máter por transitiva, una antorcha olímpica a custodiar en un apostolado. Si alguna vez entré en ese juego (y lo hice: recién a estas alturas vengo a caer, y no es juego de palabras), reconozco ahora que fue un error, un manotazo de ahogado inconsciente de mi propio desamparo. Hay asuntos que jamás debieron haber salido del ámbito de mi relación privada con él: chistes incomprensibles para terceros, como ser la mujer más bella del mundo o que me echara del taller; anécdotas, manías, impresiones. Sin duda él lo tenía todo para que se generara una mitología tras de sí; me arrepiento, en lo que a mí corresponde, si la he fomentado, además. No más altares, no más homenajes. Cuando se llega a valorar más las supuestas misiones y asistencias encomendadas por Levrero desde ultratumba que las amistades vivas que se tienen enfrente, es que algo no anda bien. O la gente está proyectando en esa entidad abstracta, “Levrero”, mucho más de la cuenta. Es lo malo de los países que se dicen ateos y agnósticos.

“A veces salimos y seguimos charlando rato en la esquina, tiritando de frío. En esos momentos es cuando pienso que Levrero está ahí con nosotros”, cita un reciente artículo a una participante de Narrares, espacio de autogestión literaria que inicialmente estuvo integrado por alumnos presenciales de Mario en un intento magnífico por continuar escribiendo (incluso publicaron con todo heroismo una colección de libros), poniendo en práctica lo que él les había dejado como guía. Pero en el espacio de aquel entonces, todos lo habían conocido personalmente: no era un arquetipo. En mis talleres, también hay (bastante) gente que dice sentir que lo conoce, tal como si hubiera sido realmente su maestro o como si fuera un amigo. Yo misma alimenté esa idea de la comunidad levreriana; por supuesto que es un fenómeno mucho mayor, algo que rebasa mis intervenciones limitadas a los alumnos, internet y algunas apariciones en los medios. Un curiosísimo fenómeno. Entiendo, desde luego, que cada uno tiene derecho a vivirlo como le venga en gana. Por mi parte, seguiré enseñando lo que sea que haya aprendido de él (que sin duda trasciende su “método no metódico”, como lo denominé alguna vez) en tanto sigo trabajando con el resto de mis proyectos de motivación literaria. Y seguiré atesorando su amor en mi interior, que es donde tiene que estar.

Tanto tiempo para reparar al fin en que nadie puede darme ni quitarme nada en este tema: debo haber sido yo misma la que salió a buscar patentes de idoneidad sin darse cuenta. Y -quién podría culparme- también fui yo la que hasta hace poco intentó que siguiera viviendo (como persona, como mito: como escritor no hay fecha de caducidad) mucho más allá de los años que le tocaron en suerte.
 
Pero ahora aviso oficialmente que Mario Levrero está muerto, por si alguien no se dio cuenta del todo. Muy muerto: lejos de nuestras pequeñeces, nuestros mundanos conflictos de poca monta. No nos mira por ninguna ventanita ni nos protege ni nos guía. Todos los asuntos de esta tierra le darían una pereza infinita. Estaba tan cansado. Y cada vez lo entiendo más, yo, que tan enojada me quedé por su abandono. ¡Irse sin mi permiso! ¡Y sin hacerme la señal post mórtem para saber que algo permanece, que no lo perdía para siempre!

En mi post del 2009 La araña y el pajarito de colores dice así:

Hace un rato encontré una correspondencia electrónica del 2005 con Alicia Hoppe, la ex mujer de Levrero. Fue antes de que me volviera de México. Parece que yo le había confiado una experiencia de esas inexplicables (porque son netamente intuitivas): a los pocos días de la muerte de Levrero, un pajarito se posó varias veces en mi ventana de Querétaro y golpeó insistentemente con su pico. Quién sabe por qué, pensé en aquel momento que se trataba del propio Mario (*).

(*) Quizás inconscientemente esta asociación venga de la vieja lectura de Diario de un canalla, en donde un gorrión -al que Levrero llama “Pajarito”- representa esa especie de “Espíritu”, de entrega a la escritura y sus misterios. 

A mí con la fe nunca me basta. La desconfianza me gana frente al amor prácticamente siempre. Qué le voy a hacer. Era, por eso, más excepcional aún sentirme tan inequívocamente querida e importante para él. Pero, como dije antes, Mario Levrero está muerto. Ahora sí: adios, Levrero… 

Hace unos días, con Astor, rumbo a la escuela:

-Mamá… ¿te acordás de un amigo tuyo, que te avisaron que murió y después había un pajarito que golpeaba con el pico en la ventana?
-Sí, me acuerdo…
-¿Y por qué no le abriste, entonces?
-La verdad es que en ese momento no se me ocurrió…
-Cuando tú te mueras… ¿me podés hacer alguna señal?
-Voy a intentarlo. No sé cómo es eso.
-¿Y qué podría ser?
-No sé… Hay que pensar…
-¿Un petirrojo?
-Un petirrojo podría ser: en Guanajuato veíamos muchos en el árbol junto a la ventana. Son lindos. Voy a intentar.
-¿Y cómo es un petirrojo?
-Y… como un canarito, pero rojo. “Petirrojo” era tu grupo de Jardinera.
-Sí: por eso se me ocurrió.

… que sean sólo los pedacitos mágicos de nuestros secretos…

 Algunos de aquellos posts resucitados:

 ¿Dónde estás, Carlitos? (20/9/2004)

Me da risa… (22/9/2004)

Las narinas de algodón (22/9/2004)

Padre, hijo, hermano (24/9/2004)

Encontré este otro… (24/9/2004)

Lo subjetivo del tiempo /1/10/2004)

Adios Carlitos (19/11/2004)

Mi ángel de la guardia, o guarda, o qué sé yo (19/11/2004)

Respirando la vida, luego de tanto (5/2/2007)

 

(sí, respiré la vida, luego de tanto: dije que había llegado a cierta paz, que más o menos lo había aceptado, 
y entonces al mes se me murió el Darno… un blog tanatológico, el mío)


Sigo sin escuchar las grabaciones que me mandaron a México con su voz. 
Quizás ahora pueda.