A mí siempre me gustaron los amores insomnes, famélicos, que no se notaran mucho más que la marca que deja un pocillo de café encima de un sobre. Los llevaba clavados en mí como un secreto mustio, los enterraba a punta de martillo, de ataúd. Eran amores de a uno. Si ellos se enteraban, el asunto solía arruinarse sin remedio, porque por lo general buscaban algún tipo de forzado encuentro o de ventaja, o incluso la mera sospecha de que así pudiera estar sucediendo mataba cualquier posibilidad interna mía de confiar,  de entregarme a la situación. Prefería el ardor de haberme lastimado sola con la flecha.

Por suerte mi juventud -esa jungla espesa y salvaje, esa maraña de espinos rodeando un castillo de cualquier modo abandonado- queda ahora tan, tan lejos…

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Para mi sorpresa, ya ni siquiera me importa haber resultado una diosa de pacotilla, una Artemisa domesticada.

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El otro día leí un graffitti en las paredes del Estadio Centenario. Decía así:

Ahora veo crecer las flores de abajo

No sé cómo lo hacen, pero los graffittis siempre nos leen la mente.

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Soy bastante susceptible a la arrebatadora vitalidad de la inteligencia ajena. Es más, hasta me atrevería a decir “la arrebatadora sensualidad de la inteligencia ajena”. Si no me resultara un prejuicioso contrasentido.

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Fury of the Gods corrió en la delantera durante casi todo el Premio Ramírez. Al final cedió, desistió en su empeño de llevar todo hasta las últimas consecuencias: terminó ganando otro caballo y no me pagaron el improbable 25 a 1.

Los dioses siempre hacen lo mismo con su furia.

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Curioso: por un momento, pensé en Atalanta. Será otro déjà vu, para variar.