Los golpes interrumpen el silencio de la tarde. Secos, rítmicos, percusión sin música. Me pongo en guardia; no logro identificarlos. Luego, risas de un grupo de hombres, burlonas, invasivas.

Intento dejar de atenderlas, de vigilarlas, pero no puedo. Me han atrapado como un tejido de alambre. Dejo de trabajar. El sonido de los golpes no cede; parece marcar el paso como un redoble fúnebre.

Me asomo a la ventana y ahí los veo: descargan leña en la casa del vecino. Pilas presagio, montones que previenen, profecías de pitonisa despreciada. “No voy a poder detenerlo”, pienso. Los golpes son ecos de un patíbulo. Nada puedo hacer.

Pedir leña. Me resisto a la idea, como una Perséfone raptada. A mi alrededor, el invierno se hace oír. Yo no quiero.

No, no voy a poder detenerlo.