Este es un ejercicio que hice en 1996, el año que fui al taller de Levrero. Se trataba de intentar escribir cercano al estilo de un escritor que admiráramos mucho como tal, aunque no tenía por qué extenderse al contenido. No sé si lo logré, pero me gustó hacerlo. Luego Levrero publicó un fragmento de esto en la revista Posdata; creo que a partir del segundo párrafo, porque le quería sacar un poco, precisamente, el tufo a Durrell. 


Cuando escribía, en mi interior veía el pueblo de Tepoztlán, aunque deliberadamente trataba de camuflarlo hacia el Oriente. José Manuel era José Manuel de Rivas, cuyo destino no quedó ligado para siempre al Asturian Express sino al metro de la Ciudad de México. La niña solitaria sentada en un banquito seguramente era yo. Quién puede saberlo. 



Resurrecciones de archivo. 





Fragmento de Nuestro paso por la Ciudad de Luna (hipotética novela ficticia)

La niña y yo llegamos hambrientas al mercado del pueblo, a la
Ciudad de Luna que tan bien conocíamos. Calladas y sombrías, con  la noticia del descarrilamiento del Asturian
Express revoloteando aún sobre nuestras cabezas, el cansancio nos atacaba el
alma con su pico lastimoso; a la niña todavía le quedaban fuerzas para cantar
la canción de San Patricio, aunque en adelante todo conjuro fuera  inútil para
nosotras. De verme caminando por allí, Livia seguramente me lo hubiera
reprochado. En lo que finalmente se convertía el regreso a un lugar infeliz,
eso ella lo conocía  mejor que nadie ( “Tiempo, tiempo”, decía Livia en uno
de sus  diarios personales, “a causa tuya supe lo que era  la vergüenza; nunca he llegado a
entender tus simples señales, diáfanas y
suplicantes).
Años atrás, ante la noticia de mi ansiado viaje a América, mi
tutora me lo advirtió sin miramientos: “Querida mía: el día en que vuelvas
sobre tus propios pasos, será porque estarás 
caminando en la calzada de los muertos. A paso lento, solemne; tú misma
en tu cortejo fúnebre. ¿Por qué otro motivo volvería alguien a un pueblucho
como este? Solo a buscar la muerte, muchacha; no lo olvides”. Ahora Livia no
estaría para festejar su acierto, pero sus palabras volvían a resonarme en los
tacones al tiempo que avanzabamos sobre
el empedrado. Sin quererlo así, la niña y yo habíamos tenido que regresar a esa
ciudad que detestábamos, a la ciudad de los ladrones y los espíritus nocturnos.
En lo alto del cielo, el mismo sol de años atrás -el mismo que rajaba las  ambiciones más porfiadas- parecía burlarse de
nosotras en esos momentos de bautismo, de polvareda reseca en los  ojos lastimados. La niña llevaba su muñeca
marroquí, regalo de la abuela paterna; yo tropezaba a cada paso cargando con
una valija incómoda y pesada, llena de libros y antigüedades familiares.
Subíamos esforzadamente por la mitad de la avenida principal, sudando en el
agobio de un verano eterno y cansador.

Me detuve a recuperar el aliento; la niña, que avanzaba bastante más rápido que yo, volvió a mi lado
corriendo. Ninguna de las dos había pronunciado una palabra  desde que bajáramos en  la vieja Estación Ciudad de Luna. Sobre una
de las aceras de la callecita lateral, un pordiosero barbudo anunciaba a
grandes voces -catástrofe de la pobreza, el púlpito improvisado sobre un cajón
de verduras- el inminente fin del mundo. Me hubiera acercado a escucharlo, a
dejarme envolver por las imágenes oscuras de sus inmensos maremotos. Tifones anaranjados  de fuego y de pecado, de absolución rogada.
Miré hacia la otra esquina; había un hombre rubio bastante joven cortejando a
una muchachita india de blancos dientes que se reía todo el tiempo. Ambos
parecían fingir cierta torpeza, enmascararse bajo dudosos indicios de pureza primeriza a fin de alentar
al otro en sus pasiones. Una inocencia repentina, un falso retorno al paraíso
del primer hombre y la primera mujer. “¡Fidelidad,
fidelidad!”,
hubiese  rezongado José
Manuel, “¿qué invento es ese, que no
explica la fiebre del jugador ni sus continuas recaídas?”.
Pero
irónicamente, la voz de José Manuel había quedado ligada  para siempre con el frío metal de las vías
del Asturian Express, como las piernas entrelazadas de dos amantes que yacen
juntos hasta lograr  la muerte. La niña
tiró de mi manga para que le diera la mano; teníamos que pasar frente a un
grupo de gitanas que se habían instalado en la entrada del mercado, riendo y
molestando a la gente, permanente bullicio de cuervos huidizos. Siempre me
pregunté por qué la niña temía que los gitanos la raptaran; acaso sospechara
que entre ellos se murmuraban palabras mágicas, irrespetuosas de su confortable
ignorancia del pasado y el futuro; palabras mágicas que podrían aclararle
pavorosamente su origen misterioso, su astuto destino de pequeña abandonada.
“¡Eh, tú, la pelirroja!”, me gritó una gitana vieja llena de collares de oro.
“Vas a vivir muchos años todavía. 
Aunque  parece que estás un poco
amargada, chiquitita, un poco decepcionada de la vida. Muchos muertos, puedo
verlo, muchos amores muertos”. Yo me 
sonreí sin dejar de mirar el piso y seguimos caminando. La niña
entretanto me apretaba la mano con todas sus fuerzas.



La Ciudad de Luna parecía enredar sus callejuelas sobre sí misma,
como hace el laberinto de los intestinos y el laberinto del oído. Llegar hasta
la iglesia, al corazón de la ciudad, hubiera sido de una insensatez violenta.
Multitudes abigarradas y danzantes se concentraban en el centro del mercado
vendiendo pastelitos de curry, panes de centeno, canjeando pipas pintadas de
colores, haciendo trucos de circo para engañar al caminante. Yo sabía todo eso;
conocía ese pueblo como las gitanas conocen las líneas de la mano; también
sabía dónde se alojaban sus peligros. Pero eso no frenaba mi necesidad urgente
de llegar  hasta aquel  templo. No sabía por qué de improviso
sentía  un  arrebatador deseo de rezar, en particular por
el alma de Livia. Entré con la niña a la primera posada que apareció al doblar
la plaza, y allí solté la valija en medio de la recepción, harta de tanto peso
viejo. En aquel sitio todo olía a sudores del desierto, a frutas entrando en
el  instante sagrado de la
descomposición. Me dí cuenta entonces de 
que, más que firmar el libro de huéspedes -manchado por la humedad de
tantos años sin visitantes-, más que acostarme a dormir como revancha patética
por  las noches pasadas, más que cuidar a
la niña incluso, lo único que yo podría hacer en aquel momento era atender esa  
llamada oscura y gutural que provenía de la iglesia. Senté a la niña en
un banquito descolorido. “No te muevas de aquí”, le dije seria. “Vas a tener
que cuidar la valija mientras que yo no esté”. La niña asintió con mirada de
pánico; yo no quise compadecerme más de sus enormes ojos marrones. Salí
corriendo rumbo a  la plaza y me interné,
rabiosa, en el temido laberinto.