Me da pena el centauro. Sucumbe a la salvaje fuerza bruta de sus cascos, el caballo de crines al viento que galopa en las llanuras; corre, retumba, lanza fuego por el hocico. Relincha, desesperado, como buscando la dirección sedienta de las casas, del reposo, del galpón donde al fin lo podrían desensillar. Pero no hay reposo para los centauros. Resiste en vano su condición: con los ojos verde fosforescente, buscará a las mujeres, las señalará como un blanco móvil, las apuntará con sus flechas, sus bramidos. El sudoroso pelaje al fin rodeará a una, la cercará, la retendrá; sus cuatro patas le cortarán la huida. Pero aunque sienta que va ganando, la bestia igual no tendrá descanso: quisiera dejar su piel aparte, renunciar a lo que es, a su naturaleza de brasas, a su hambre. A sus insomnios con el deseo prendido al cuerpo, voraz, furioso, dando vueltas como un jinete perverso en las inmediaciones del pueblo.
Me da pena el centauro porque probó el vino y ahora ya es seguro que no podrá contener más el torrente; acorralará sin ambigüedades a esa mujer, la agarrará fuerte con sus manos, como un ave rapaz al indefenso conejo. Sus herraduras le cerrarán el paso a la desafortunada, sonarán impetuosas y cortantes contra la calle de piedra. El hocico del centauro entonces maldecirá, odiará su parte salvaje, la prisión, la condena, el no querer enterarse de lo que hizo. Pero más odiará despertarse luego en su parte humana, con resaca de civilización, y querer exiliar para siempre al animal.
Me da pena el centauro porque sospecho que nunca ha querido, en el fondo, lastimar a nadie.
Penas compartidas, vinos compartidos, el torrente que no cesa y el dolor de haber lastimado sin querer
Hermoso. Que dificil reconocer y amar a la bestia que puja en nuestro interior.