Anoche me llegó una certeza a modo de rayo (de Zeus, pero también de luz). Da la impresión de que, en mi caso, la memoria se hubiera erigido en una especie de bastión infranqueable que preserva lo que ya no es de la desintegración. Un pacífico espacio de pastos verdes, plaza y arbolitos detrás del muro de los lamentos, una porfiada isla puesta en el mar para atajar a los náufragos, un invisible museo portátil, la puerta secreta al misterioso holograma laberinto. Recordar o, más que recordar -que siempre implicaría una clara conciencia del retorno a lo que ya no es pero proyectado desde el presente-, mantener con vida en forma necia, insuflarle una y otra vez el aliento vital a lo que se fue para siempre, atrapar con una red de mariposas, no dejar ir, sostener lo insostenible. Una memoria casi asilo.

Los muertos.

Los amores pasados.

Las ciudades habitadas.

Empiezo a entender mejor mi sueño del pajarito de colores. Debí animarme a romper esa burbuja, aunque el pasado saliera volando y lo perdiera de vista para siempre. Los pajaritos de colores no se hicieron para las burbujas: se quedan sin aire y terminan siendo tan sólo tristes pajaritos desfalleciendo hasta la muerte. Pero intentar darles ese aire que precisan es -si acaso sirviera- una empresa agotadora y hasta arriesgada. No es natural convivir con el cadáver embalsamado de un ser querido. Basta recordar a Norman Bates.

La memoria ha sido mi única militancia, el decálogo de honor de toda una vida. Me precio de ejercer el amor de no olvidar, que en vez de fluir hacia adelante requiere un esfuerzo titánico en sentido contrario, una fuerza opuesta a la newtoniana gravedad, a la inercia, a las órbitas que tironean y a las corrientes marinas. Los muertos, los amores pasados, las ciudades cuyas campanadas ya no escucharemos, los adoquines que no pisaremos más, el cilantro perdido para siempre, el epazote añorado y distante, el copal de las iglesias, el organillero dormido. Es cierto que los grandes capitales de un escritor -al menos como lo entiendo yo- son la introspección, el narcisismo y la memoria, pero todo eso es la arcilla de una obra que vive afuera de nosotros y que, por lo mismo, nos descansa. En cambio, esta otra es una memoria insomne que no puede cerrar los ojos un instante, pues el mudo riesgo de haber perdido un mundo al despertar le corroe el sueño. Lealtades costosas. Hay un necesario verbo en inglés, to move on.

Quizás mis ayeres estén necesitando la conflictiva piedad de la eutanasia. Porque sacar a Eurídice del mundo de los muertos es, en sí mismo, un despropósito. “No mires atrás”, le dijeron al empecinado, le dicen una y otra vez, pero sigue cayendo en la trampa sin remedio.


Eso hace sonreír con sorna a la otra cabeza dura. A la quieta, callada mujer de Lot.