Lo que dejo pasar, lo que no escribo, se pierde para siempre, regresa al útero negro de lo que simplemente no es ni será. Por mi mente pizarrón pasan varias veces al día casi ráfagas de tiza, llegan oleadas de textos que creen, inocentes, que igual sobrevivirán pese a no ser escritos. Pero es inevitable que se desvanezcan, igual que pasaría con un sueño cuando uno no despierta con la clara intención de sacarlo de la nada.

Para atrapar a unos y otros, textos y sueños, hay que lanzarse sobre el papel como un endemoniado, como un monje en éxtasis, fuera de todo, lanzarse y nadar sin pausa hasta la otra orilla. Y eso da miedo, por supuesto, porque la obsesión por otros mundos podría sacarlo a uno de este.

Pero saber eso no quita -no quita en lo más mínimo- que lo que no escribo se pudra dentro de mí, eche raices de loto y flote en un estanque sucio. Porque lo que no escribo está herido de muerte, yo misma lo estoy, en tanto no quede escrito. “Y después podrás morir en paz”. Quizás después, después apenas.