El otro día al final de la clase de Pilates, F. nos hizo respirar muy hondo al final en una especie de torsión relajada, casi a oscuras, nada demasiado distinto que otras veces. Pero por algún motivo -ella dice que la propia respiración hizo ceder un bloqueo, una memoria enquistada- desde ese momento empezaron a sucederse en mi mente, sin buscarlas, las imágenes de mi vida como asmática. Cosas de las que ya no me acordaba para nada. Eran sobre todo imágenes entre los tres y los ocho años; claro, de antes no me acuerdo mucho, y después me fui del país, lo que arregló el problema. Los ataques de asma al regresar de grande duraron un par de años hasta que me convencí de que era una membresía que me hacía pagar demasiado cara la cuota y renuncié al benedettiano club de la disnea.

El consultorio del Dr. Artucio tenía peces de colores. Una vez había uno de ellos que nadaba con el ojo negro, hinchado; me impresionaba mucho y no podía dejar de mirarlo. El alergista también tiene peces de colores, con un extraño cartel en letras mayúsculas: “NO TOQUE EL VIDRIO. ELLOS SE ASUSTAN, SE GOLPEAN Y SE MUEREN”. Cualquiera diría que lo escribió Malcolm Lowry.

Mi madre decía que el Dr. Artucio era alcohólico. Yo lo quería, me curaba, o al menos hacía como si pudiera curarme. Me recetaba Betacor (blanca) y Polaramine (roja). Maldita cortisona. De chiquita me daban inyecciones día por medio en el hospital; yo esperaba, estoica, y el gallego que hervía las jeringas antes de clavármelas me regalaba el frasquito. A veces me compraban pastillitas Plucky a la salida.

Tenía que hacer ejercicios respirando con una bolsa de tela azul marino en el estómago, una bolsa llena de arena. Fue extraño conectarme otra vez con esa bolsa. Se parece a la bolsa de semillitas que caliento en el microondas cuando me duele mucho la nuca. Qué casualidad, también es azul marina cuando le saco el forro, pero no tiene tanto peso como aquella. Tanto, tanto peso.

Mi vida de niña fue un largo ataque de asma mientras los otros niños -mis primos, los vecinitos- me miraban por la ventana del cuarto con pena y se compadecían de que no pudiera salir a jugar. Era mirar al arenero de la estancia de mis tíos desde el cuarto del fondo, el que tenía una ventana para que no me aburriera y una salamandra que daba calor. Si corría, me atacaba; si me reía mucho, me atacaba; si me ponía nerviosa y/o interactuaba socialmente, me atacaba. ¿Qué podía hacer, entonces?

Por eso no tiene ningún mérito leer desde los tres años y escribir desde los cuatro.