Mi guerrero murió y no hubo manera
de despegar sus pétalos enfermos
o de vaciar sus mejillas.

Cada vez que como una sombra me acercaba
a sus filosos dientes de aguaviva,
mi guerrero ya pálido y dormido
se acomodaba acaso más profundo
en la negrísima roca del principio.

Mi guerrero murió y entonces fue velado
por un coro fugaz de linternitas.
Más tarde floreció aunque algo triste
en el pretil mordaz de una campana.

Al pasar yo le dejé mi aliento
como un recuerdo plagado de violetas.
Fue todo en vano.

Los insectos persiguieron su sonido con astucia
y de él no quedó más que un yelmo oxidado.

(Escribí esto hace diez años, dispuesta a enterrar para siempre mi pretensión de guerrero, de ser alguien que se planta frente al mundo y lucha para lograr sus objetivos, sus sueños, que trae un mensaje de otras tierras, que no teme ser quien es. Mi guerrero estaba muerto y hasta epitafio le hice: no había negociación posible. Pero al poco tiempo, en la Feria de Piedras Blancas, un medalloncito me llamó la atención; lo levanté pensando que era Dante Aliguieri… ¡cuál no sería mi sorpresa al constatar que se trataba de Juana de Arco! Ahí entendí: quizás yo no podía ser un guerrero porque tenía que ser una guerrera. Ese medallón conmemorativo de su beatificación me acompañó muchos, muchos años…)