I.
“Soy un hombre enfermo. Soy un hombre malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que tengo mal el hígado. Pero no sé nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con seguridad dónde me duele”.
“Sí, tengo cuarenta años. Cuarenta años son toda la vida, son…ya una vejez. Vivir más de cuarenta años es una desgracia, es algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir los cuarenta años? Respondan sincera, honradamente. Yo se los digo: los imbéciles y los malvados. Sí, esos son los que viven más de cuarenta años (…) Tengo derecho a hablar así porque sé que yo viviré hasta los sesenta, hasta los setenta, ochenta años!… ¡Esperad, dejadme recobrar el aire!”
“Hoy todavía no sabemos dónde se oculta la vida, qué sitio es ese ni cómo se llama. Si nos abandonan, si nos sacan los libros, nos veremos inmediatamente perdidos, todo lo confundiremos, no sabremos adónde ir ni cómo, ignoraremos qué se debe amar y qué se debe odiar, qué debe respetarse y qué no merece sino desprecio. Hasta nos molesta ser hombres, hombres de carne y hueso; eso nos da vergüenza, lo consideramos una falta y soñamos con llegar a convertirnos en una especie de seres abstractos y universales. EStamos muertos desde el momento mismo en que nacemos. Además, ya hace mucho tiempo que no nacemos de padres vivos, lo que nos llena de orgullo. Pronto descubriremos el modo de nacer directamente de las ideas.”
Respectivamente, comienzo y fin de Memorias del subsuelo, de Fedor Dostoievski… ¡y qué subsuelo! Bien propio de un escorpiano, como el buen Fedor y esta servidora. Además de la genialidad obsesiva y pesimista de su impresionante narrativa (propia para gente angustiada luego de un fin de semana doloroso), además del chispazo genial de visualizar el peligro de internet y los medios de comunicación interpersonales que cada vez nos implican menos corporeidad y más mente, me encanta poder sacarme algunos años en esa confusión identificatoria con el escritor. Porque, finalmente, luego de los cuarenta -¡e incluso de los treinta, si somos sinceros!- más o menos es todo lo mismo: cuatro o cinco añitos no hacen nada al golpazo de tener cuarenta, si se me permite un poco de cinismo, pero sólo por hoy… 🙂
Muchas veces me hice esta pregunta. Ahora me respondo: porque gastarse en escribir es una necesidad del que escribe; porque los laberintos de los millares de sótanos forma ese universo infinito que somos, el de los subsuelos de la necesidad.