Ahora vienen más suaves y espaciadas las oleadas de memorias, algunos brotes cortos de lágrimas e incredulidad, casi siempre mezclados con una inesperada y honda compasión. Algo casi intangible que vibra en diapasón espejo, como si quisiera cubrir con una frazada al Duque Penurias cuando tropiezo con él tirado en la vereda o desenredarle el cabello pacientemente a Madame de la Mugre. Casi siempre me pasa de noche, cuando la maquinaria para: entonces me acuerdo. La voz de D. me resuena todo el día en el cerebro, pero los otros pensamientos, los del reloj tic tac, y las ridículas listas de pendientes mundanos la van escondiendo, la tapan de hojas marrones y partituras. Otras veces me pasa de mañana; hoy puse canciones y en una de Las quemas rompí a llorar: ¡era tan perfecta la voz, tan sobrenatural!

te quiero más que a mis ojos

“Pero mirá que podés perder”, le contesta la madre desde el más allá del tiempo y de los símbolos. “Mirá que cuando estés en un cajón, ni siquiera las flores podrán alegrarte; nadie va a estar esperándote en ninguna parte, ni siquiera yo. Mirá que cuando te mueras ya no podrás cantar, no volverás a sentir el sabor del whisky, no reirás, no leerás a Shakespeare ni jugarás a ser Tristán, no podrás elogiar a Madame Bathory, no escucharás tangos buscando uno donde no se mencione la palabra “corazón”, todo será para siempre, se acabará el servant, nunca más harás el amor ni te enamorarás de lo que pudo haber sido, no llorarás, no actuarás más tu personaje público. Nadie nunca más, ni yo, ni las flores. Mirá que podés perder. Si vivís podés perder, seguro que vas a perder…”

Las madres podemos ser bichos amargos.

Dicen que ganó el concurso, a pesar de la piadosa advertencia, del recordatorio del principio de realidad. El concurso de canto, digo. Y vinieron las flores, y las flores sí, se marchitaron, terminaron en algún tacho de basura del cementerio. Y vinieron las flores, como bien lo vio la madre. Y el cuerpo de D., enterrado allí, a pocos metros quizás del tacho de basura que se llevó los restos rojos de las coronas, ese cuerpo lastimado y ya casi inservible también pasará a los reinos misteriosos del polvo y de la tierra. Pero la voz quedó, la música quedó, la poesía quedó.

Podía perder, sí, pero no. Al final no perdió nada.