Era pleno día, soleado, y yo iba caminando por la ladera de una montaña. A mi izquierda, más arriba, se veían, inconfundibles, los dos volcanes. El Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl. La escala era distinta, el tamaño, aunque a estas alturas mi memoria también duda. Claro que yo sabía que ese no era su lugar verdadero. Que los dos están enclavados en la Ciudad de México aunque sean pocas las veces que el smog permite verlos. Pero allí siguen parados, de todos modos, como un espíritu guardián. Como la ira de Dios atada torpemente a una rienda. Como una cicatriz prehispánica casi borrada por el tiempo.
Sin embargo, en mi sueño aparecían allí en lo alto, como si siempre hubieran estado acompañando ese camino. Me parecía natural encontrarlos, aunque al mismo tiempo no perdía la conciencia de que no era esa su verdadera geografía. Simplemente me dedicaba a contemplar su belleza; no me interesaba tener razón. Quería tan solo sentirme bendita por las promesas de su nieve a pesar del sol, de su sol a pesar de la nieve. Sabía que me hacía bien que estuvieran allí, y la verdad es que la irrealidad del caso me tenía sin cuidado. Lo único que quería era tener cerca al Popocatépetl, en particular. Siempre le tuve especial reverencia
.
De pronto, el enorme príncipe empezó a emitir fumarolas cada vez más intensas. Eran columnas de espesa ceniza volcánica; nubes densísimas de esa materia gris que parece venir del mundo de los muertos. Rugido ex abrupto de la serena nieve. Yo sentía una alegría inmensa; en ningún momento se me ocurría que podía estar en riesgo. Por el contrario: la inminente erupción del volcán presagiaba para mí cierto alivio. Esa liberación implícita que aparece al saber que el día más temido dejará de acorralarnos porque nos ha alcanzado. Creo que ni siquiera pensaba demasiado en eso. En el sueño, me parece que no pensaba nada: el peligro no era un tema para mí. Simplemente sentía enorme regocijo al ver ese volcán que se expresaba como tal, que se entregaba a lo que era realmente. Era privilegiada testigo, espejo por verse, alma devota anonadada.
“Por fin… va a hacer erupción, parece incontenible…”, el murmullo en borrador. Y me alegraba. Por el Popocatépetl, pero también por mí. Ahora podría contemplarlo en su danza gris piedra, su plenitud, sus promesas de fuego. Gracias a mi fortuito camino hasta sus faldas.
A mí en la escuela me enseñaron que era un volcán extinto. O por lo menos dormido.
Pamplinas.
Anoche, en mi sueño, parecía bien despierto.
Blancos pájaros que vuelan contra el trueno
y aún más alto, donde Chejov
dijo que se encontraba la paz,
allí donde se transforma el corazón
y al fin retumba el trueno
(De El trueno más allá del Popocatépetl,
vía mi amado Malcolm Lowry)
Bello, bello, bello.
Este post, además de un lindísimo paseo por tus laderas interiores, le vino como anillo al dedo a una pregunta con la que amanecí, atragantada.