Anoche Astor dio su primera señal inequívoca de percibir otros planos, como es natural a su edad. Ya había interactuado con seres invisibles, pero siempre en el contexto del despertar (o no del todo) de un sueño: “¡El no, él no!”, gritaba una vez, señalando la pared. Pero anoche estamos cenando tranquilamente, cuando de pronto empieza a reirse mirando en dirección a la puerta del sótano. Me mira, pícaro, buscando un cómplice; yo también miro pero no veo nada. “¡Allá, allá!”, me dice riendo. Yo temo que sea un ratón o algo así, que a él le cause gracia y me obligue a mí a echar mano de todos esos recursos insospechados, de algo como un remanente de adultez, y fingir que no me afecta para no pasarle mi fobia. Pero no, no veo nada.

-¿Qué hay allá?
-¡El nene! -y se vuelve a reir, señalando.
-Ah… ¿Y es bueno el nene? -pregunto, por si acaso. A mí antes de los tres años me visitaba Toto, una figura peluda pero erguida como un niño, que se paraba ahí, silencioso. Me angustiaba muchísimo; al principio no aparecía si los adultos estaban presentes, pero un buen día lo hizo olímpicamente, con mis padres allí. Ellos no percibieron nada, para mi horror.
-Sí…
-Bueno, pero ahora el nene se va a dormir. Acá se quedan Astor y Mamá nomás -digo, sorprendida por mi propia madurez y mi flamante principio de realidad.

Debo decir que una especie de escalofrío me recorrió, ahora que tengo la certeza de que en mi casa vive un nene de quién sabe qué épocas (la casa tiene 100 años: yo qué sé). O de quién sabe qué realidades paralelas. Y yo (ya) no puedo verlo, para bien o para mal. Me dio un poco de miedo, sobre todo cuando hace poco soñé con un niño morocho, de mirada muy fija, que se me aparecía en la puerta del zaguán mostrándome una llave.

Pero debo confesar que me sentí orgullosa de mi hijo, de sus ojos azules de niño, profundos. De la bendición de un intérprete.