Todos tenemos perversiones clandestinas, retorcidos deseos o comportamientos que nos empeñamos en ocultar de los ojos de los conocidos. Es parte del mundo privado, de las potestades que nos da ese momento fundacional de la libertad interior: cuando el niño -si le va bien y es un niño sano y/o si no tiene por madre o padre a la Medusa- se da cuenta de que, por más mirada inquisidora con que lo amenacen sus progenitores, si miente nadie podrá realmente averiguarlo, como tampoco persona alguna llegará a penetrar en sus sueños, fantasías y conflictos silenciosos. Eso está bien: es parte del ser persona. Por eso, creo que en realidad las peores son nuestras perversiones menores, esos pequeños tics o conductas que no pertenecen del todo a nuestro perfil público y, a su vez, nos resultan irrelevantes. No se explica, por lo mismo, cuál es el motivo real para mantenerlas, dado que muestran bastante incoherencia con lo que somos, valoramos y decimos ser, pero tampoco valen demasiado la pena; tics a los que se podría renunciar sin ningún perjuicio, pero que por alguna ignota necedad/necesidad nos empeñamos en conservar, en alimentar con la ritual repetición. Como si dejar algunas zonas privadas, en las sombras de la mirada ajena, nos diera  cierta paz, aire y la saludable sensación de ser libres. “Ellos creen que soy todo un consagrado intelectual y ¡ja, si supieran la radio que escucho cuando estoy solo! Hasta bailo, me emociono y lloriqueo con las letras (me las sé todas, je je)…”. “Seré madre de seis, pero me gusta ver lencería sexy en esas tiendas medio escondidas de las galerías. Claro que nunca me compro nada -¡a mis años!-, pero igual me imagino. Odiaría pensar que alguna vecina me viera merodeando por ahí, así que me fijo bien y entro rapidito!”. Cositas inocentes, solo que no van del todo con el identikit público.

No encuentro mucha explicación para una de esas recurrentes perversiones menores en mí, pero cada dos por tres me entrego a ella sin culpa, hasta divertida por la posibilidad de que algún conocido -amigo, alumno del taller, contacto profesional- me agarre in fraganti. Consiste en comprar una medialuna rellena y una lata de Coca Light o similar en el Disco de Punta Carretas; luego me voy a una jardinera de plantas al lado del ascensor y me siento allí a comérmela groseramente mientras observo el movimiento humano del shopping (como si se tratara de algo lindo de ver). La medialuna es enorme pero sale $39.90, mucho menos que lo que me saldría cualquier refrigerio por ahí, y con esto me aseguro de pedir luego tan solo café. En realidad, creo que la perversión menor comienza por el propio hecho de ir de vez en cuando al shopping con la excusa de trabajar o escribir, en el Bonafide o donde sea: ¿a quién le puede gustar estar en esa maqueta de avenida muerta, que parece una vereda a la calle pero está bajo techo, hormigueante y repleta de gente ávida de consumo, paseadores de bolsitas, música estándar, reiterativa, aire acondicionado, comercios? Lo más parecido a los sobrevivientes de una guerra nuclear, años después, o a una civilización cuyo problema con el ozono obligara a los habitantes del mundo a refugiarse bajo tierra, con luz artificial y ambiente climatizado. Me gusta imaginarme eso para luego bendecir el sol y el viento cuando salgo a la calle verdadera.

Lo peor del asunto de la medialuna es comer al paso en semejante entorno, olímpicamente instalada en contemplativo gozo. A la gente le da vergüenza hacer esas cosas; en un restaurant o café, todo bien, pero sentarse ahí a la vista, con la evidente intención de ahorrar -y quedarme luego en el shopping, porque de otro modo me podría llevar la comida a mi casa- es algo que llama la atención e incluso causa gracia. A menudo he sentido que si me pusiera a hacer abdominales o a cantar mantras a voz en cuello quizás me mirarían menos al pasar. Hoy una veterana simpática y juvenil que iba a toda máquina se dio la vuelta para sonreirme, como aprobando el desparpajo.

A veces a uno le toca ser testigo -precisamente por ese estar allí como no estando- de conversaciones insólitas; también es posible observar sin mucho pudor a todo tipo de personajes que circulan o se detienen en los alrededores. El otro día, había un gordito con cierta calvicie que intentaba concertar una especie de cita con una mujer por celular, o mejor dicho de convencer a dicha mujer de que fuera a su casa a comer sushi, pero dejando claro que con ellos estaría un tal Dante (cosa de que la mujer no fuera a detectar sus intenciones). Estaba tan nervioso que ese asunto de Dante y el sushi lo repitió varias veces; luego le preguntó por unos paquetitos aromáticos para los roperos que no recordaba dónde era que se compraban. Me recordó al protagonista de La vida útil; no puedo decir que la película me gustó porque me sumergió de cabeza en los patéticos años ochenta uruguayos (si hay algo de lo que no me quiero acordar, es de aquella sensación descorazonada y opresiva). Pero sin duda este tipo de hombres torpes, aniñados y entrañables existen en el mundo. Estas viñetas conviven conmigo todo el tiempo gracias a mi privilegiado escondite en las rutas del consumismo.

Seguramente las respetables señoras de casi medio siglo no deberíamos sentarnos de vaqueros y piernas cruzadas a comer enormes medialunas en el medio del shopping como liceales. Debe ser verdad que aún tengo muchas actitudes adolescentes. Por otro lado, en la vida me toca o he elegido actuar  como vieja sabia, ayudando a la gente a lidiar con sus profundidades y sus sombras. Creo que también me merezco jugar, flotar, perder el tiempo, dejar salir mis zonas inmaduras para que algo de liviandad me ayude a sobrellevar el comprometido y preciado paquete. Así que seguiré cultivando mi vida secreta en todas sus formas porque me hace bien. Con estas tonterías, que no le reporto a nadie, aunque las tome de excusa para escribir aquí. Y lo mismo haré con estados de ánimo, vínculos viejos y nuevos, exploraciones, visiones, sueños, fantasías, conversaciones callejeras, memorias que le corresponden únicamente a mi soberanía territorial, el primero y más elemental derecho humano. De todo eso elegiré cómo, cuándo y con quién compartir cada cosa, si acaso le llega su momento. Espero querer compartir mucho, pero no lo haré por decreto.

Es lindo pasar toda una noche charlando con una amiga y tomar vino mientras se cuentan secretos y reflexiones. También lo es llorar junto a un ser querido nuestras miserias, nuestro lado perdedor, y no tener que esconderse. La confesión alivia, las revelaciones de algo viejo sorprenden. Las pasiones calladas que un día se dicen. Las pesadillas que se cuentan entre ahogos. Los sueños de lo improbable que uno se atreve a formular. Y pocas cosas deben ser más reconfortantes que una pareja de muchos años que nos mira y nos conoce más que nadie. Pero siempre quedará una zona privada en el alma, y está bien que así sea: ese mismo espacio será la tierra que pisaremos cuando llegue el día de nuestra muerte. Que, aunque idealmente pudiera encontrarnos rodeados de afectos, no dejará de ser en solitario.

Hay cajitas guardadas en el desván y llenas de telarañas, hay diarios rojos con llavecitas, hay olores en el frasco y en los roperos abandonados, hay todo lo que pudo haber sido, hay danzas efímeras, hay miradas que descubren y son descubiertas, hay lágrimas que se contienen y también lágrimas que se lloran, pero cuya causa se elige no decir.

Qué suerte que todavía me puedo sentar allí, al lado del ascensor, en ese lugar medio decadente de las privadas manías incomprensibles.