2.

Pero volviendo al presente, ahí estaba yo, subiendo por la escalera hacia la azotea con mis tres bomberos (Miguel, Gabriel y Rafael), presta a mostrarles la terrible ignominia de la que había sido objeto sin que nadie hasta ese momento me hubiera defendido. Los vidrios y cascotes brindaban un triste espectáculo en la zona de mi claraboya lindera al edificio; las vigas a la vista, oxidadas, de tres de sus pretiles también. Ellos alzaron sus claras miradas bondadosas y vieron el peligro. Uno tomó nota en el cuaderno; los otros dos lo acompañaban, solidarios. Palabras comprensivas, serenas, salían de sus bocas; parecían gente sabia, con una inteligencia, digamos, de campo, de acento apaisanado. Tenían algo -¿cómo se podría expresar?-, una cierta belleza no visible con los ojos, la profundidad del que conoce algo más allá, del iniciado. Nada que ver con el policía de la seccional que, cuando llamé pidiendo que me levantaran un acta (para así probar el daño contra la propiedad, más allá de los problemas de seguridad del edificio, ámbito de otras esferas) -y como ante su negativa sistemática le pregunté qué podía hacer uno, entonces, para defenderse-, me respondió: “Y, bueno… como le podría decir… a embromarse y a aguantar“. Los bomberos no; los bomberos no son ignorantes como ese policía, pobre. Los bomberos son comprensivos y su presencia en sí misma oficia de consuelo. El que hablaba (Gabriel) era alto, seguro; tenía los ojos claros y serenos. “Jamás vi una claraboya tan grande en toda mi vida”, dijo (Miguel) el segundo de ellos, cuando íbamos bajando de la azotea; lo dijo, seguro, para hacerme sentir mejor.

El tercero (Rafael) atravesó el patio junto a los demás, pero una vez en el zaguán dio dos pasos hacia atrás y se quedó observando durante unos instantes una gigantesca planta, la Aralia Elegantíssima que el año pasado me regalaron los alumnos de la tarde (y que, milagrosamente, ha logrado sobrevivir/me) . La miró. Me miró. La volvió a mirar, y finalmente me dijo: “¿Esto es lo que yo creo que es?”.

Ahí observé bien el inocente arbolito, tratando de captar las intenciones ocultas del comentario del bombero -quien tenía una sospechosa sonrisa contenida-y me di cuenta de que, efectivamente, las hojas de la Aralia guardan cierta reminiscencia lejana que quizás podría llegar a evocar las hojas de la marihuana! “Noooooooo….”, dije yo, medio aguantándome la risa, mientras le aclaraba el nombre científico de la planta y todo aquello. “Ya me parecía”, respondió él, como maestro de escuela que pone a prueba a un niño, divirtiéndose para sus adentros. Me quedé pensando en qué clase de fertilizante tendría que haberle puesto a una macetita para lograr semejante arbusto, así como en la descontractura general con que tendría que aprender a cultivar mi vida -además de la planta misma- para llegar a ser tan fresca como para exhibirla en pleno patio. Pero uno no bromearía de eso, por ejemplo, con un policía y mucho menos con un militar. Los bomberos son distintos. Yo los llamé y ellos vinieron ese mismo día; ni el vidriero, que iba a cobrar, lo hizo con tal presteza. Y dictaminaron que efectivamente había un problema de seguridad, que al edificio le correspondería arreglarlo; que mientras tanto deberían poner un tejido de protección o similar porque el proceso llevaría su tiempo -con la Intendencia de por medio, ay, más los vecinos reacios a pagar, como otra de las variables-. “Sí, sí”, decía yo. “El informe estará la semana que viene, pero tiene un costo”, decían ellos. “Sí, sí”, decía yo. Jamás desconfiaría de un bombero.

*

Ahora me acordé también de otro incidente remoto en el que quizás pareció que mi intención fue tomarles el pelo, como cuando me reía de la escena en el balcón de México DF. Seguro que esta y no aquella fue la que marcó mi destino, la que me valió la lista negra, porque ocurrió aquí en Montevideo. De última, se trataba del mismo Cuerpo de Bomberos que el actual, aunque hayan pasado como quince años. El Ministerio del Interior goza todavía de un intachable sistema de Inteligencia. Deben haberme fichado, nomás.

Lo hice sin querer. Fue un lapsus que después me generó cierta culpa, como cuando esos niños que juegan ring/raje en el medio de la noche se dan cuenta de que, con sus tonterías, despertaron a un insomne que justo acababa de conciliar el sueño y que, para colmos, al otro día tiene que madrugar para cruzar la ciudad entera rumbo a un trabajo opresivo en una fábrica insalubre. Los bomberos siempre están allí, al firme: unos, atendiendo el teléfono para detectar las emergencias y poner la operación en marcha; otros, esperando el timbrazo que los hará dejar a medio hacer lo que sea que estén haciendo, para correr y tirarse sin pensarlo (en las películas, uno ve que bajan por un caño, pero con tanta mala fama que agarró el asunto con Tinelli ya no sé qué pensar) rumbo al deslumbrante carro rojo de los salvadores. Obviamente, que alguien les tome el pelo mientras están alertas frente a sus funciones no debe hacerles gracia, y con razón; juro que soy inocente. Yo editaba video de noche, durante los horarios en que no funcionaba el staff habitual de la isla de edición; normalmente, se iban a las siete, ocho de la noche, pero en algunas ocasiones estaban trancados con un plazo y las horas pasaban, pasaban, y yo no podía entrar a empezar mi turno. Y cuanto más tarde empezara, pues más tarde -o mejor dicho temprano, a plena luz del día- me iría a dormir. Pero tampoco me podía poner demasiado repelente con mis colegas editores. Lo que sí, más o menos cada hora llamaba a ver en qué andaba todo, a ver cuánto pensaban que les faltaba todavía, etcétera.

Después de muchas horas en la isla, privado de sueño y de descanso,en plena oscuridad, uno empieza a despegarse de los comportamientos habituales; mucho café, estrés, clientes estúpidos, todo el kit. Así que no me extrañó cuando en una de las llamadas al interno de los editores, uno de ellos me contestó:

-Bomberos…

Yo, risueña, enseguida me di cuenta de que estaban hasta el copete y decidí, por conciencia gremial, seguirles la corriente:

-¿Quién habla? ¿El bombero Tato [*] o el bombero Daniel [**]?

La voz me contestó, seca, del otro lado:

-No, señorita: está usted hablando con la Central de Bomberos.

Estaban de vivos, sobre todo porque bien sabían por qué motivo estaba llamando una vez más. Querían evadirse con bromitas, pero conmigo no iban a poder.

-¡Ah, sí, cómo no! Dale, entonces sos Álvaro [***]… Che, ya es tarde, déjense de pavadas que quiero saber como hasta qué hora tienen trabajo! ¿Cuándo puedo ir por ahí?

La voz de hombre, con tono ya molesto, me volvió a decir que me encontraba en comunicación con los bomberos. Que les estaba ocupando la línea de emergencia y que ellos estaban trabajando. No parecía albergar la menor duda de que lo mío era una broma ociosa, y hasta diría que estaba a un ápice de tomar medidas contra mí en algún sentido (desconozco cuál). Ahí fue cuando un frío me recorrió la columna, y me di cuenta de que, en vez de marcar el habitual #104 de la isla de edición por el interno, había habilitado distraída la línea de llamadas externas, por lo que el 104 me comunicó realmente con Bomberos. Nunca me perdoné fastidiar a un servidor público heroico con mis bromas de colegiala (seguramente pensó, además, que lo estaba cargando o invitando a salir luego del turno). Me disculpé de todas las maneras posibles pero la culpa me persiguió por años. Y la lista negra, porque no puede ser que mis padecimientos burocráticos con el trámite ante la Dirección Nacional de Bomberos sean lo habitual. A pesar de mi loco amor por ellos, seguro me tienen mal catalogada en algún expediente y mi nombre salta en el sistema.

Los falsos bomberos editores corresponden a:
[*] Tato Ariosa
[**] Daniel Márquez
[***] Álvaro Zinno