Parece que me había tomado el 522 inadvertidamente: el sentido de la vista, entre la mediana edad y el abuso de la computadora, me está convirtiendo poco a poco en Daredevil o el ciego Tiresias (no sería tan mal negocio, dado que uno es un superhéroe que, pese a su carencia, resulta un maestro de las artes marciales a pura intuición, y el otro, más que ciego, es un vidente en ese inasible mundo del conocimiento y el futuro que tantas molestias causa, pero que tanto seduce). En este ping pong de la presbicia, la miopía y el astigmatismo al que he sido arrojada con los años, suelen sucederme cosas como tomarme el ómnibus equivocado o no reconocer a la gente que he visto pocas veces, pasando por antipática. Pero es una cuestión de enfoques, literalmente.
Primero sentí una gran molestia por mi error: ¿cómo podía ser tan distraída, como dí por sentado que era el 582 sólo porque era verde y tenía dos de tres números en común? ¿Dónde me convendría bajarme, entonces, para regresar al camino planeado? ¿Podría tomarme otro ómnibus desde allí? No, me pareció que no. Y si no me bajaba cuanto antes, quién sabe hasta dónde me terminaría llevando ese maldito autobus. Al menos por Benito Blanco encontraría un cajero.
Y me bajé sin más, con la buena fortuna de ir a dar directamente a la Plaza Gomensoro. Miré el mar de frente: un día soleado, maravilloso. Necia, todavía con la idea de ver si algún otro ómnibus me regresaba al destino inicialmente elegido, atravesé la plaza en dirección a la rambla y así llegué hasta las características escaleras. Y de pronto me quedé allí; me llegaba el sol, el ansiado sol, y me sentía bien. Así me quedé, mirándolo todo, el agua, los edificios, la gente que pasaba, en un estado de paz que estos días valoro más que nunca. Rato, un buen rato, apoyada en la escalera, totalmente quieta.
Entonces rehice mi plan: el cajero, la papelería, el café (en el Expreso de Pocitos, una de mis viejas escalas cuando vivía por la zona, y directo sin más a mi mesa chiquita junto a la ventana, con maravilloso mozo gruñón). El error del ómnibus me había llevado a un lugar mucho mejor que el shopping encerrado, estándar y lleno de situaciones predecibles, además del horror de la música funcional y todos esos promotores. Estaba en la ciudad, en los lugares vivos, y por si fuera poco mis objetivos prácticos no se vieron afectados en lo más mínimo.
No sé por qué no se me había ocurrido antes. Un día soleado es para estar al aire libre.
je!Tenía diez años y me tenía que tomar el ómnibus que me llevaria del Club Juventus a mi casa en el prado. El 82 (en esa época no era 500) que era azul con una línea amarilla. Me tomé el 95 que tenía el mismo color. "Que raro, no llega más a casa" pensaba mientras el ómnibus avanzaba y subía por el viaducto y seguía de largo hasta llegar a un pueblo: Pajas Blancas. Las calles vacías, casitas bajitas, no había teléfonos públicos en esa época y menos celulares. Un hombre pasó caminando y con la panza llena de nervios me acerqué a preguntarle donde podría encontrar un teléfono (a pesar de las recomendaciones de mi madre de que no hablara con extraños). Antes pocas casas tenían. Me llevó a casa de una señora, que tenía uno.Negro, pesado, de disco. Llamé a casa, hablé con mi madre y un rato después estaba yendo en taxi. Me di cuenta que era miope como treinta años después, en una librería, pero esa es otra historia. Morgana
¡Tú lo has dicho!
Me encantó esta historia. Sobre todo porque, cuando te quedás disfrutando del día, lo que hacés es, simplemente, olvidarte del reloj. Y eso es muy bueno, eso es lo mejor que nos puede pasar cuando damos el mal paso, o cuando no: NO MIRAR MAS EL MALDITO RELOJ.
Querida Sor Juana, lo dice el I Ching: el destino ES el camino.
Gracias por este hermoso cuadro montevideano!
La rambla, la Plaza Gomensoro y el Expreso, me traen recuerdos de mi adolescencia!!
Sí, comparto plenamente contigo; un día de sol es para estar afuera y recargarnos de energía… ahora que vivo en el norte de Europa con inviernos tan largos y casi sin sol, valoro mucho más su luz y su calor.
Un abrazo desde el otoño, Ale