Se fueron al mediodía; Astor iba muy contento de viajar a encontrarse con los primos. Yo también me quedé bastante contenta de poder descansar y empezar a recuperar mi organismo de las gripes, los duelos, el exceso de trabajo, la constante postergación de la curación necesaria… No me levanté en todo el día, algo que hace siglos (o por lo menos, dos años y medio) que no hago, tengo la impresión. He estado en la cama todo el día como con un amante recién inaugurado, sólo que en este caso el amante es mi propio cansancio y mi modorra. Y mi conexión inalámbrica, para qué voy a mentir.

Sin embargo, algo falta en el correr de las horas: el elfo Astor. Es extraño volver a este estado de soledad continua, luego de haber vivido tanto tiempo sola; me siento cómoda, como si nunca hubiera salido de este estado, pero la verdad es que hace más de una década que todo cambió. Vivir sola era mi estado natural, mi “default”; sólo un planeta con tanta capacidad de convocatoria en materia de gravedad como G. pudo haberme desviado de esa manera. Y con Astor ni se diga: uno se vuelve un apéndice del bebé, del niño. Aquel “yo” tan celosamente custodiado, tan defendido a muerte del alcance de parejas, padres y maestros, aquella individualidad que fue finalmente nuestro único tesoro tiene que inmolarse en el altar de sacrificio cuando uno decide tener un hijo. El “yo-unidad independiente” queda solo, cabalgando sin rumbo, como un Cid Campeador muerto pero aún tratando de librar la batalla.

¿Estará dormido, con su pijamita de Winnie Pooh? ¿El muy traidor se habrá podido dormir sin agarrar el pelo de su mamá? ¡Qué indignación, si así fue! ¡Habráse visto!

Parece que escucho sus pasos y sus risas (aunque no quiero enroscarme demasiado con la imagen, no sea que se me aparezca el niño morocho de rulitos que, al parecer, vive en mi casa aunque yo no pueda verlo más que en sueños)