El sábado pasado vivimos una cena mágica en casa de V. Ella había preparado un festín exótico para agasajarnos a nosotros, los afortunados invitados a su cumple. Una mezcla especiada e internacional de gente como para pasar una noche conversando, poniendo CDs al revés en un tocadiscos rebelde, tomando vino en torrencial abundancia, degustando delicias saladas, picantes y dulces, agitando el caldero invisible hasta que las velas ardan.

Eso, en tiempos pasados, no nos hubiera parecido tan extraordinario como ahora. Me refiero a que saltábamos de alegría e incredulidad cuando nuestros hijos corrieron al piso de arriba y se dedicaron a jugar toda la noche casi sin ser notados. ¡Pudimos disfrutar de toda una noche como seres autónomos, charlando y embriagándonos (de vino y de estar contentos nomás) hasta las 4 AM! Se lo cuento a todo el que me encuentro; por dentro pensarán “¡Pobre!”. Pero para mí fue un rito iniciático, un antes y después en mi vida de los últimos años. Un terroncito de libertad otra vez. Lástima que el olfato (físico) ya no me funciona; casi lloro, literalmente hablando, cuando el delicioso vino de reserva que V. nos invitó generosamente (como todo lo suyo) tenía el mismo exacto aroma que el agua. Pero fue lo único que opacó mi simple y extraordinaria felicidad de aquella noche.

Otro pedacito recuperado: el martes quedé de ver a mi amigo VF en el Café Irazú. Aproveché para quedar bien conmigo mismo diciéndome que allí también podría trabajar un rato antes porque hay wifi. Sí, trabajé (me encanta ir, allí o a casi cualquiera de los pocos cafés que quedan, pero ver gente pasar, gente haciendo sus cosas, viviendo ahí afuera). Pero las dos horas de trabajo no fueron nada comparadas con las cuatro horas que nos pasamos conversando y riendo (el activar los bordes, la resignificación, la intervención, los mapas, y todo el léxico con el que se construye el discurso actual de la crítica de arte en Uruguay, por no hablar de las “curadurías”) hasta que fue hora de irse. “Ir al baño hoy es hacer una intervención en la red cloacal montevideana”, dice VF. Descubrimos que fue un incomprendido artista conceptual de ultra vanguardia hace veinte años, cuando vivíamos en Ellauri, con aquellos botellones que me encontraba en el baño y que tenían al lado fotos de los botellones mismos, o los carteles que con flechitas apuntaban a un cuadrado que decía “Esta es una obra de arte” (que a su vez tenía un cuadrado en su interior, con su respectivo cartel y flechita apuntando, etc, ad infinitum). Mucha diversión para una sola tarde/noche, y a pocos días del evento de V. Mi espíritu amenazaba con salir desbocado, corriendo al galope por la rambla bajo la lluvia.

Pero no: tomé el ómnibus y, no sin cierta nostalgia, volví a casa a las nueve…