El otro día pensaba que, en nuestros tiempos, la única forma auténtica de irse de viaje es desconectarse de internet aunque uno no se mueva de su sitio. Podemos viajar a Camboya, Middlebury o Pátzcuaro, pero en tanto haya un cybercafé o un wifi a mano, para el resto del mundo (y para nosotros mismos) será exactamente como si no nos hubiéramos movido de nuestra casa. En cambio, un internauta que por algún motivo tenga que permanecer desconectado algunos días siente que un lazo fundamental con los demás, con su entorno, con su vida cotidiana misma se rompe. Y cuanto más adicta a internet es la persona (mi caso), peor: la sensación de viaje es contundente, al punto de que se ponen mensajes de autorrespuesta al e-mail sin contestar, y se mandan boletines o se escriben mensajes avisando de la ausencia en las comunidades virtuales. Y no soy la única que lo hace, lo he visto a cantidades: “Hola. Estaré fuera de MySpace por algunos días”, “Vuelvo a Facebook el martes”, etc.
Qué distinto cuando vine a Uruguay en 1982. Se interrumpía el vínculo con el mundo conocido. Radicalmente. Los amigos se alejaban aunque al principio escribían mucho (yo esperaba, ilusionada, al cartero, como Karen Carpenter). Los amores por fin lograban ser olvidados. Mis padres solo me llamaban por teléfono el día de mi cumpleaños, o a veces en Navidad. Las noticias de México eran boca a boca o en los titulares de los diarios cuando había un terremoto. Uno se iba realmente. Uno se iba en cuerpo y alma, tan solo le quedaba la memoria.
Y qué distinto poder tomar un avión cada dos, tres, cinco años, pero recuperar por algunos días aquel mundo: mi bisabuelo Luigi se fue de Italia con su gigantesco pasaporte “a l´America” firmado por Umberto Primo. Subió al barco con la plena certeza de que jamás, nunca, volvería a pisar las tierras que dejaba atrás o a escuchar la voz de la gente que perdía. Si viviera todavía en nuestra época, leería Italia Oggi al levantarse, conversaría por Skype con sus ancianos padres, le escribiría mails de amor a su noviecita de entonces, bajaría una tarantella de iTunes y seguiría con interés los cambios en su barrio con Google Earth.
Así cualquiera se va! Lo difícil ahora no es viajar. Lo difícil es viajar.
Sí, lo he pensado. Mi primer síndrome de abstinencia internetiano fue cuando llegué a Monterrey y ya no tenía una compudarora a mano a diario, más la distancia…
Pienso en toda esa gente que se fue y no volvió, pienso en mi tío que viajó en los 70…la verdad es que no sé si lo hubiera soportado. Aunque , por otro lado, capaz el cortar de cuajo con las raíces es más sano para integrarse al lugar al que uno fue, no lo sé. Por lo pronto, si no hubiera sido por esta cosa mágica, jamás nos hubiéramos “conocido”.
Totalmente, brujilda! Es así! Qué cosa más rara y fascinante el mundo virtual. Yo me declaro adicta a la web, gracias a internet encontré un equilibrio que me conviene, el de la soledad y el contacto de esta ermitaña. Pero, qué raro, he descubierto que internet me ha permitido no sólo crear relaciones impensadas sino también profundizar de una forma especial en el contacto alma-alma. Será que se genera una especie de situación de terapia, donde uno -como en el diván- porno verse la cara tiene a abrirse más?
che! quedé como una degenerada! no quise decir porno sino por no, juas! quise decir: por no verse la cara uno tiende a abrirse más, pero soy muy ansiosa nunca releo lo que escribo!
beso
Se ve que sí relees: si no, no te hubieras dado cuenta del error, ja ja!
Más vale aclarar esas cosas de “porno” en internet…