El halcón de hierro está trepado a mis pestañas
y yo siento un peso triste apoyándose en mi sueño.
Lleva el halcón un gorro de balcones acechantes
y en el pico una piedra con olor a maderas,
a cognac dolorido y bonachón.

“¡Acabemos con esto de una vez!”,
dice el halcón, cansado.

Yo me avergüenzo, entonces.
Mi habitación se inunda de leche amarga, de lunas derretidas,
sobre el tejado mismo donde bailan las urracas.
Me acomodo en la cama nuevamente,
consolando a mis trenzas de su absoluta soledad castaña.

“Acabemos con esto, te lo digo”,
repite el halcón a punto de perder el equilibrio.