Hoy amaneció muy frío. Llevé a Astor a la escuelita, como todas las mañanas.
Cuando volvía, vi a un hombre durmiendo en una esquina a la intemperie, o a algo que recordaba a un hombre pues estaba tapado totalmente con una frazada: la cabeza, todo. Estaba en posición casi fetal, como si así pudiera reciclar su propio calor para mantenerse con vida o para que el frío simplemente arrinconara menos. A su lado había un paquete con sus objetos personales, supongo.
Me dolío su frío. Yo venía con bufanda y con la capucha del abrigo puesta. Hubiera querido traerle una frazada más, abrazarlo, invitarle una grappa miel, pero ya no soy alumna de la escuelita de Astor como para creer que eso es posible. Pasé por delante; no pude evitar exclamar: “¡Ay, angelito!”. Pero seguí mi camino.
Después pensé que había cierta posibilidad de que él me hubiera escuchado, de que estuviera despierto. Aunque seguro nunca se le ocurrió que el ángelito fuera él. Sentí que una parte de mí misma estaba allí tirada, sin casa, tiritando de frío, pero seguí mi camino.
Yo me enojo tanto con la humanidad a cada rato porque ando por el mundo en carne viva. Pero igual seguí mi camino.