En la cafetería de la Alianza Francesa espero a F., que vuelve primaveral y divertida del baño. 
-Allá tienen una foto tuya -me dice.
La primera reacción es de pánico visceral, existencial; ese mecanismo automático de preservación del ego, lejos de peligrosas miradas de Medusa, robos de alma y otros riesgos. Nada más tranquilizador que no existir, pero lamentablemente ya no es el caso. ¿Sería la entrevista del lunes pasado en La República? ¿Y por qué retorcido motivo podrían haber pegado eso allí, a la vista de todos? ¿Quizás una foto artística de la propia cafetería, en la que por azar yo aparecía ocupando una mesa?
Dudé enseguida de que, aun llegado el caso de que dicha foto existiera, la hubieran puesto como emblema del lugar: desde que cambió de dueño, la cafetería de la Alianza Francesa es un sitio en el que hacen sentir incómodo desde el “hola” al que va solamente a compartir un rato, tomar un capuchino o leer el diario con un café. Aunque las mesas estén vacías, hasta los mozos -que deben ganar una miseria, pero sufren del “síndrome de Estocolmo“- se aseguran de que la política del lugar les quede bien clara a los posibles habitué de charla y cafecito. Una sistemática mueca acompaña cada ausencia de almuerzo, esos platos con nombres complicados -quizás ricos, no lo dudo- convertidos en gourmet por obra y gracia de dos tomatitos cherry y un poco de estragón salpicado alrededor, y que cobran a escala de euros mientras el reloj de pared marca la hora de Paris y en el aire suena Jacques Brel o “Los paraguas de Cherburgo”. Si uno sortea el almuerzo y se muestra firme en su intención de no consumir más que café, sufre dos estocadas más antes de la declaración tácita de desprecio del mozo o la moza en turno:
-El café… ¿grande o mediano?
-Chico.

Y luego:
-¿Y para acompañar? Tenemos tartaletas de esto, de aquello, crème brûlée, pastiserie, le monde au chocolat…
-Sólo el café.
C´est la guerre, cherie. Diagnóstico: un par de escritoras pelagatos, posiblemente roba wi-fi. Ni mi iBook con la blanca manzanita -cuya ulterior utilidad debería ser jetear- me salvaba jamás de la mirada altiva de quien, con un tilt down descarado, me clasificaba ipso facto en ciudadana de segunda categoría (porque nunca almorzaba), en vez de verme como una posible aliada y asidua concurrente a conquistar. Solía ir a menudo; tenemos pocos cafés por el barrio Darnauchans, y cuando me cansaba de los posibles ex presidiarios, futbolistas y borrachos del Sabot, o en las épocas en que dicho bar rebosaba tanto de aroma a caño y mugre que se me dificultaba la lectura, me iba a la Alianza. Ahí vivía un rato protegida por la iconografía burguesa: jardincito con fuente, policía en la puerta, música sofisticada (siempre es importante que la ambientación sonora sea en idiomas europeos para dar ese toque tan classy), mesas de madera, moza de uniforme oscuro, platitos, tartitas, diarios y revistas…
-¿Te podés cambiar a esta mesa?
*
Aquel fue el último día que me vieron tipo oficina nómada o momento de paz conmigo. El lugar aún estaba vacío; al parecer los comensales llegan como malón al mediodía, así que previendo eso –no fuera que los ricachones tuvieran que esperar un momento a que me cambiara de puesto, como sin duda hubiera hecho sin que me dijeran nada, o se fueran a sentir descolocados por la presencia de una insociable que escribe, se viste mal y no muestra intenciones de consumir más que algunos cafés (por cierto, al precio de la Colonia)- optaron por sacrificarme a mí, que era el cliente concreto y a la vista. Cliente que pudo ser fiel en las buenas y en las malas, cuando a todas esas viejas copetudas no les alcance más que para un café, pero que, a diferencia de mí, se nieguen a pasar semejante escarnio público; por eso me hacían sentir incómoda, “por si acaso”. 
Ese día se terminaron mis intentos de hacer de ese café uno de mis hogares. Ahora sólo voy alguna vez que quedo de juntarme un rato con alguien: me queda cerca, interrumpo menos mi trabajo y sé que el otro va a apreciar el entorno agradable (el Sabot sería demasiado arriesgado para mantener las amistades). Pero invariablemente esos amigos –que por algo lo son- perciben ese sutil destrato, tan uruguayo, del subalterno aliado con la causa del patrón, al menos en lo que a marcar “clases de consumidores” se refiere. Los dueños anteriores, una francesa y un muchacho guapo, eran macanudos, frescos, pero se fueron a trabajar a un castillo en Francia. Bien por ellos, lo merecían. La conclusión es que, del mismo estilo, recomiendo mil veces el Irazú en la Ciudad Vieja: lindo, buen café (también caro), y wi-fi ilimitado, pues nadie jode si uno se aposenta a escribir sus obras completas y en general son amables. Con mi amiga F. -que, irónicamente, reside en Francia- no recibimos en la Alianza Francesa ni una sola sonrisa durante las (pesadilla para ellos, que nos empezaron a acomodar las sillas y las mesas alrededor, con estratégicos cartelitos de “Reservado”, hasta que simplemente quedamos rodeadas) dos horas en que nos plantamos a charlar en su jardín sobre literatura y bueyes perdidos. Pero, claro, nosotras sí sonreíamos y nos reíamos.
-De verdad, hay una foto tuya allá, al lado de la puerta del baño… -insistió F.
-Ah, sí –le respondí. –Mi hijo, siempre que ve la Mona lisa, grita entusiasmado: “¡Mamá!” y la señala-. F. se rió, como si ocultara picardías inescrutables.
Me fui, entonces, al baño; la curiosidad me hacía disfrutar por anticipado cualquiera fuera la trampa que F. me tenía preparada. Éramos las únicas personas en la cafetería, salvo esa galería de mozos, encargados y dueños con cara de noble frente a plebeyo cuando la Revolución Francesa (para mi gozo, ya sabemos cómo terminó esa historia). Subí así las escaleras hacia el baño y allí estaba. La foto de Carlos Gardel.
*
Levrero decía a menudo que yo era “la mujer más bella del mundo”. No como Megan Fox, se entiende: era una forma simbólica de expresar nuestras afinidades espirituales y psíquicas, la encarnación –o lo más cercano a eso- de su Ánima en mi persona, su hermanita de viaje. También decía que yo era idéntica (físicamente) a Gardel. Difícil imaginar la simultaneidad de dichos eventos. “¡Sí que había sido fiera!“, dice una voz interna con tinte a Landriscina.
Entré luego al baño riéndome a cierto volumen; la corte de los nobles habrá intercambiado miradas de suficiencia, como diciendo: “Y, además, drogadictas…“. Me encantó encontrarme con Carlitos sin esperarlo.
Con Mario nos llamábamos “Carlitos” indistintamente. Muchas veces, los mails eran diálogos del tipo:
-Yo sé lo que te digo, Carlitos: esa persona no te conviene…
-No creas, Carlitos: mirá que tiene lo suyo.
Una vez soñó que teníamos que escribir una novela conjunta llamada Gardel, Gardel. Quedará para otra vida, al parecer.
Lo peor de todo es que, cuando salí al jardín y festejamos con F. su ocurrencia, ella insistió en que el asunto no era una mera alusión común a Levrero, que realmente me parezco a Gardel. “Qué sé yo, con un pelito largo…”
Es increíble la capacidad de persuasión que tenía ese individuo.