Me acordé cuando una vez, como a los cuatro o cinco años, me llevaron a un casamiento; para mí, ese no fue cualquier casamiento, sino una verdadera ceremonia iniciática. Nos sentamos al lado del pasillo central junto a un impresionante arreglo de flores. Me habían peinado con un moño más grande que mi propia estatura; yo me daba cuenta de que se trataba de un evento muy importante.

De pronto, empezó la música y la gente se puso alerta; se abrieron las puertas de la iglesia y entró la novia, joven y deslumbrante, con su vestido blanco y un tul larguísimo. La novia avanzaba a paso lento, deshojándose en sonrisas; caminaba sobre una alfombra roja en dirección al altar. Pasó a unos pocos centímetros de donde estaba yo; miré su rostro excesivamente maquillado por debajo del tul. En ese momento fuí consciente de que todas las miradas caían sobre ella; a nadie le interesaba el novio, el padre o los demás invitados. Ni siquiera el cura. El único blanco de todas las miradas, de aquellas miradas pesadas, petrificantes, era la novia.

Ahí mismo juré que jamás me casaría. Estaba segura de que no podría soportar a toda esa gente sobre mí, como hacía ella con total donaire y orgullo. La situación me parecía impúdica y me escapé; salí de la banca corriendo hacia el otro pasillo, desde donde la Virgen me miraba divertida. Me torturaba la idea de que algún día tuviera que decirle a mis padres: “Tengo un anuncio que hacerles”. Ellos me mirarían, extrañados.

“Fulano y yo somos novios”, diría yo. Ellos, entonces, me interrogarían muy serios de inmediato. Tratarían de conocer más a aquel hombre misterioso a través de mis relatos; pero en realidad, muy para sus adentros, se estarían preguntando cómo lo había conocido, cuándo me di cuenta de que me atraía; si ese primer sentimiento fue de tipo platónico o una abierta excitación sexual, y muchas otras cosas que me avergonzarían al extremo. Una vez, mi padre me había mostrado una fecha grabada en una pulsera de oro. “Este fue el día en que tu papá le dijo a tu mamá que la quería”, dijo. “¿El día de su casamiento?”, pregunté yo.

“No, no; esto fue antes. Primero teníamos que hablar, decir lo que sentíamos los dos…”, me contestó él.

Ese descubrimiento me trastornó bastante:“O sea que primero tendría que hablarlo con el candidato… y luego anunciárselo a mis padres… y recién después uno se puede casar. Es decir, luego de tantas vergüenzas, pasar por la peor: la de vestirme de novia y soportar que todo el mundo me mire a sus anchas. ¿Y si la gente piensa que soy fea, y se burla de mí al verme tan acicalada entre tules y encajes blancos que no me lucen para nada?

O peor aún, ¿qué tal si opinan que soy hermosa? Me mirarán más todavía, me chuparán como a un limón; los hombres podrán recorrerme el cuerpo y la cara con sus ojos sin que nadie los censure, sin que yo misma pueda protestar. Porque es el día de mi casamiento: yo soy la novia, y todo el mundo puede mirar a la novia hasta aburrirse. Mirarle los pechos, la cintura, mirar sus labios anhelantes… Todos sabrán que en realidad deseo a ese hombre, al hombre con el que me caso; que quiero tener hijos con él, dormir abrazada por él. Jamás volveremos a tener intimidad en nuestra vida: así como en la iglesia, muchísimos ojos nos estarán escudriñando para siempre. Especialmente a mí, a la novia. Porque todos querrán ver a la novia”.

Casarse era, para mí, una locura sin reparación posible; algo así como subir a internet la foto de uno mismo desnudo.

A mí no me gustaba ser maestra o madre, como a mis amiguitas.