Sí, aún se mueve abruptamente la gráfica, picos y descensos, violentos tajos en la pantalla del alma, ritmos marcados -“pip, pip, pip, pip”- que hacen sufrir taquicardias cuando llegan los aniversarios, como este 7 de marzo y todos los días previos, tristes, muy tristes. Lejos estoy todavía del temido y ansiado “piiiiiiiiiiiii”… A veces pienso que, por algún extraño juego de espejos, lo he llorado más que a Levrero, que era mi maestro, mi mejor amigo, socio y compañero de ruta. Otras veces pienso que es porque Mario -y fue por cabezón nomás (uno, que no podía más con la vida, y el otro, que prefirió morirse: eso hace que uno tome partido)- se me desapareció hace cinco años y me he venido olvidando de todo lo llorado; Eduardo, en cambio, hace dos (¡sólo dos! ¡ya dos!). Lo increíble es que en realidad al Darno no lo veía hace mucho, muchísimo, pero siempre estaba la posibilidad de salvación, de redención, de resurrección, de estatua vuelta a la vida, de hechizo deshecho. Ahora no: esto es para siempre, por lo menos según las reglas del mundo conocido.

Pasó tanto desde su homenaje un sábado hace dos semanas que tengo ganas de tirar todos los papeles en los que febrilmente garabateé durante horas mis impresiones y movidas interiores. Lo que ocurrió allí fue hermoso, muy hermoso, pero ahora siento que es historia contada, que ya la gasté internamente, que sería hacer una crónica periodística del asunto y me da una pereza infinita. Es terrible lo que viene sucediendo con mi escritura desde que el mundo real -ese de la tierra y sus demandas continuas- me tironea sin tregua alguna: no sólo no puedo procesar lo que me pasa (porque no tengo tiempo y espacio para escribirlo, descubrirlo), sino que va tan atrasado que pierde su razón de ser como texto. Hoy he decidido rescatar lo que pueda de ese borrador y publicar en el blog: quiero ver el blanco y negro, la unidad, la narración hecha, así sea algo tan menor como estos fragmentos. El viernes pasado, en esa mini jornada de cuatro horas que estoy tratando de tomarme para escribir –cuatro, de ciento sesenta y ocho que tiene la semana-, me deprimí terriblemente al abrir los archivos viejísimos de aquella novela inconclusa 2001-2002 y darme cuenta de que a dosis homeopáticas jamás podré volver a conectarme con ese universo; que si lo hago me arrastrará o, si no permito que eso suceda por “razones de la tierra”, sufriré mucho al no poder dejarme ir. Nadie escribe una novela con tal patética dedicación de un viernes de tarde; quizás, sí, relatos o posts en un blog (algo es algo), cartas, poemas, pero nunca una novela, al menos no las que me interesan a mí. Meterme por un momento en la inmensidad de casi 200 páginas escritas, una estructura laberíntica, los ambientes de otro país, los personajes, los juegos planteados, y saber que el tiempo corría y que nunca llegaría a la etapa de seguir escribiendo fue dolorosísimo: hubiera preferido postear en el blog, escribirle al Darno el homenaje en letras que le había quedado debiendo y al menos aplicar mis energías, mi corazón, mi mirada, en algo que tomara forma. En cambio, perdí esas horas -¡esas valiosísimas horas, las horas que me hacen creer que no desapareceré disuelta en las necesidades ajenas!- en buscar un hilo de Ariadna entre una multitud de minotauros. Esta tarde no, esta tarde no caeré en la trampa de una novela perversa que no se deja escribir porque no puedo entregarme a ella, que es un amante a quien le gusta seducir para después abandonarme con una sonrisa sobradora.

Pero reviso aquello que me pasó cuando el homenaje, leo las páginas y páginas escritas en el café aquel lunes –pagué caro esa rebeldía de dedicarme a mi alma en vez de a trabajar, empecé la semana con un gran atraso, pero quién me quita lo bailado, o lo escrito, no tanto por lo que quedó del proceso sino por la acción misma de escribir, mi cielo, mi infierno y, en este momento de mi vida, mi limbo más imperturbable– y me doy cuenta de que ya no me reflejan. Son de otro momento. Informan. Nadie quiere que le informen de algo que ocurrió hace dos semanas. Eran sólo un marco para incluir las fotos de la obra -a conciencia o no de su “intervención urbana”- de misteriosos grafiteros o grafitantes que en Piedras y Maciel convirtieron una derruida placita en la “Placita El Darno”. Ese miserable espacio entre edificios, con paredes sin pintura, rejas y algún jueguito infantil –casi limosna para los niños pobres, o los pobres niños, según- ahora se llenó de significados: Espacio Darnauchans, Tristeza, Plaza Triste, Desolación. Flechas que apuntan a su entrada, acompañadas de Bajón de un lado y Espacio Gris del otro. El uso de comillas y cierta connotación de advertencia al desprevenido transeúnte –como si ingresando por esa placita/agujero negro se corriera el riesgo de darse de bruces contra la realidad paralela de los dolorosos mundos darnianos- me recuerdan aquel famoso grafiti “Darnauchans esteta decadente”, junto al que se fotografió mi amigo, divertido y hasta orgulloso, con un aire de haber sido comprendido al fin (aunque la intención haya sido criticar, ofender o demarcar una postura). Aquí sucedió algo así: nadie que realmente apreciara y amara la música del Darno –entiéndase “música”, en este caso, por “melodía”, “voz”, “poesía”, “ambientes creados”, “persona oficiante”, o digamos mejor el conjunto de todo aquello- podría pensar en ella como un bajón.

La gente mata al mensajero, sacrifica a aquel que nombra a la muerte, la convidada de piedra, como si nuestro destino fuera la vida eterna e insulsa. Y cree que -salvo cuando ocurre una desgracia inesperada- existen unos pocos necios como el Darno que, por alguna razón contra natura, se empecinan en morirse. El mismo malentendido de siempre, hecho ahora provocadora placita.

Yo diría que bajón es esa mediatinta, esa tibieza vital socialmente aceptada en la que todos caemos, tarde o temprano. O casi todos: hay quienes se destruyen a sí mismos, ícaros que caen en picada desde el cielo, dioses que se arrojan a las piras para crear el mundo, ruiseñores y rosas, alacranes que desvían la cola y se pican a sí mismos (como dijo Agamenón Castrillón), hay quienes prefieren estallar en el cielo como una estrella luminosa.

Los amigos cuando se mueren se llevan partes de uno, sobre todo si nos conocen de jóvenes. Partes que para los demás, para los que nos conocen ahora, son invisibles, insospechables. Se llevan papeles, libros, cafés, bares, guantes impares, mechones champán, risas, confesiones platónicas, retazos deshilachados. Después del homenaje seguí con un nudito en el corazón hasta que ese lunes me tomé un rato para bajar desde 18 por la calle Yí hasta el segundo Sorocabana. Por unos segundos, vuelvo a ser aquella yo otra vez y siento su fuerza, su pasión; sé perfectamente bien que es mentira, que nada estará en su lugar cuando llegue, que no llevo un guante impar ni un mechón champán (gracias a Dios), que no escribiré y leeré toda la tarde, que no habitaré esa, mi otra casa, que no estará cada viejo, cada habitué con nombres inventados. Los mozos del bar pensarán que soy una middle ager loca, sentada cada tanto en el banco de afuera, mirando hacia el interior y llorando por lo que ya no está y no se ve más. Como el Darno, con quien charlé tantas veces allí, y en el Sorocabana anterior, y en mi casa, y en La Cumparsita, y en Fun Fún… Interminable curriculum de cafés y bares, en ambos casos.


Ahora me tocó conversar con él en el bar San Lorenzo, Washington y Maciel. Lindo lugar, y más lindo aquella noche de bellísimo y cálido homenaje no oficial, unplugged, de latidos cazados en el aire por los organizadores luego de una lluvia que amenazó con suspender todo. Pero no: se mandaron un aterrizaje improvisado en dicho bar entrañable. Qué providencial inspiración climática, qué acierto.

Fue el Darno mismo quien nos arrojó a todos al bar, que hizo poner pies en polvorosa al apoyo oficial, y nos quedamos sin micrófonos, sin escenario, sin la posibilidad de pasar los videos, pero entre casa. No era un espectáculo: era una memoria, un ritual. Pequeños picos siguieron alimentando mi tenaz electrocardiograma del duelo durante todo el encuentro (sobre todo con la intervención de Washington Benavidez, que me disparó un sístole/diástole de casi lágrimas), con los homenajeantes acodados en la barra, las mesas, sentados en el piso, y el alcohol –cortesía espiritual del homenajeado- no faltó a la misa.

El triunfo de lograr un pastiche de faunas que normalmente no conviven en el mismo ecosistema –sólo Eduardo Darnauchans es capaz de lograr semejantes fusiones imposibles, como las de su música tan rock/ folk/ sefaradí/ pop/ medieval/ country/ telúrica/ tanguera-; todos nosotros, los amigos y admiradores, nos conozcamos o no, los que sabemos que haber sido rozados por ED fue un verdadero regalo de la vida, nos convertimos aquella noche en animales benditos bajo la misma negra, luminosa, inolvidable comunión.


Darno que me hiciste mal, y sin embargo te quiero…


Más fotos (cortesía de Guzmán Sánchez) en mi album de Facebook

Poster de “Plaza Trovada”