(Rescaté esta pieza arqueológica del sótano. Es de hace 13 años, uf. No me gustan esas historias de “Juanes” y “Marías”, como decía Levrero, pero en ciertos casos se justifica).

Aquella mañana, María salió temprano a alimentar a los animales. El establo olía a pasto fresco y a estiércol como siempre. Por entre las varillas del techo, se colaban los rayos del sol que iba ascendiendo lentamente. María llenó un cubo con agua del tinaco y refrescó el lomo de su burrito, le habló cariñosamente como todas las mañanas. Pero los animales estaban extraordinariamente inquietos, como si presintieran algo. Como si un ladrón estuviera agazapado entre ellos, escondido en el establo. A María le llamó la atención el creciente revuelo generalizado que empezaba a tener lugar: las aves corrían graznando y agitando las alas, como si de golpe sintieran nostalgias de un vuelo jamás vivido; los burros pateaban el piso con la bravura digna de un caballo árabe; los perros de la casa ladraban confundidos, sin saber a quién dirigir su reto temerario.

María sintió miedo. En general, sus mañanas en el establo transcurrían en la mayor paz mientras cantaba y jugaba con las bestias. Pasaba sola la mayor parte del día y había aprendido a tener gran cariño por sus animales desde niña. Pero nunca los había visto comportarse en aquel temple desordenado, salvaje. Tuvo la sospecha de que había alguien más vigilando detrás de algún pajar. Quizás un caminante que se había cobijado en el establo, y ahora la vería a ella, apenas una muchacha y totalmente sola. María empezó a moverse con prudencia en dirección a la puerta. Su corazón latía desbocado; el caminante podria abalanzarse sobre ella si notaba que había sido descubierto. Si el hombre decidía tomarla por la fuerza, estaría perdida: no habría nadie para escuchar sus gritos, nadie para ayudarla. La muchacha palideció de pánico. Faltaba muy poco ya para su boda; si algo le pasaba con un hombre, todos pensarían que había sido por su culpa. Y nada estaba más lejos de la mente de María que engañar a su prometido. Pero las leyes eran las leyes; lo único que podía salvarla del castigo era escapar a tiempo.

Los animales estaban cada vez más excitados y temerosos. La joven súbitamente tuvo una revelación: supo sin lugar a dudas que en el establo había otra persona, y que esa persona la estaba buscando a ella. Corrió hacia la puerta. Los perros ladraban hacia adentro del establo y hacia el techo, corriendo enloquecidos alrededor de ella. Una bandada de palomas cruzó los aires y salió libre, perdiéndose en los cielos.

Pero a pesar de sus esfuerzos, María no logró salir del establo finalmente. Cuando estaba a punto de lograrlo, sintió que caía sobre sus espaldas un peso abrumador, caliente, que la tiraba al piso inmovilizándola. La joven trató de darse vuelta para ver la cara del hombre que la tenía sujeta, pero no lo conseguía: estaba totalmente paralizada por su cuerpo enorme. Extrañada, se dió cuenta de que no sentía nada: ni miedo ni dolor ni rabia alguna. Estaba quieta en el suelo del establo, esperando que ocurriera algo que no podía precisar siquiera. Debajo de aquel cuerpo, debajo de esa presión que le devolvía un calor singular que jamás había sentido antes, experimentaba una inmensa paz. Ese calor la acariciaba, la estremecía de alegría y no podía explicarse por qué le ocurría así.

De pronto, otra nueva sensación inundó el interior de su cuerpo y entonces ella sintió que aquella unión con el desconocido era lo más importante que le ocurriría en la vida. No se asustó cuando tuvo la certeza de que había concebido un niño y que ese niño nacería, a pesar de las leyes humanas. Se vió a sí misma sentada en el desierto; el niño estaba jugando en la arena, a su lado. Sus manos pequeñitas cavaban un pozo, y de ese pozo surgía un manantial de agua purísima. Los dos reían bañándose en el agua y bebiendo todo lo que querían de ella. Suspiró aliviada y sonrió. Ya no le importaba nada lo que ocurriera con su boda.

Entonces los animales se amansaron súbitamente; todos se quedaron quietos donde estaban, sin emitir sonido alguno. Apenas eran testigos perceptibles de la escena. María volvió a tener conciencia de la situación; pronto se percató de que ya no había hombre alguno a sus espaldas. En algún momento mientras estuvo al borde del desmayo, el caminante aquel había desaparecido. La muchacha se levantó y se sacudió las ropas. Se sorprendió cuando no encontró rastros de sangre entre sus piernas. Luego recogió su manto y se cubrió la cabeza, aún aturdida por lo que acababa de pasar. Cerca del tinaco de agua, levantó un cubo y se arrodilló para llenarlo.

Entonces una luz dorada hermosísima inundó el espacio del establo. María soltó el cubo y toda el agua se volcó por el piso. Asombrada, escuchó una voz angelical que, llena de amor, le decía: “Dios te salve, María, llena eres de gracia...”