Estoy muy preocupada por la situación crítica que vive México con este nuevo azote de la ira de Dios sobre sus territorios (ya bastante tienen con terremotos, narcos, inundaciones, pobreza, huracanes, smog, delincuencia, por comenzar la lista). Con todo esto de la pandemia que se originó en mi otro país, me acordé de aquella profecía sobre el fin de los tiempos en el año 2012: se supone que el calendario maya termina el 21 de diciembre de ese año, marcado como el fin de esta civilización humana (nunca falta el “new ager” negador – según les conviene, las profecías corren literalmente o son simbólicas- que diga que es en sentido figurado y que no se trata de ninguna calamidad, pero aquellos tipos sabios eran bastante buenos en estos cálculos, tan buenos como para dejar sus ciudades vacías cuando aparecieron los españoles). ¿Y justo viene a brotar en México algo que amenaza con convertirse en una especie de Peste Negra Reloaded para el mundo entero? Siento ñáñaras (y me froto las manos con el alcohol en gel, por si acaso). Quizás ya nos llegó la hora y habrá que prepararse, no dejar nada pendiente, tomarse las cosas en serio. Somos mortales, qué gran noticia. Pero no sabemos qué será peor: si las consecuencias sanitarias o las consecuencias sociales del pánico, por no mencionar las económicas que en la ciudad más grande del mundo y sus amplios alrededores nacionales van a pegar durísimo. Y veremos qué pasa con nosotros, los demás, sobre todo con los países que comenzamos el invierno.

Y hablando de “tomarse las cosas más en serio”, a veces siento culpa (aquí, a lo lejos) por reírme de los comentarios que me llegan desde el conocido humor negro de los mexicanos; amigos y gente que conozco de las redes sociales se defienden como pueden de esta nueva pandemia, la del aislamiento y el rechazo, la de los leprosos relegados, la del miedo a enfermarse (como es natural), la del aburrimiento por suspender las actividades laborales y diversiones colectivas habituales, la del diálogo subido de tono con la muerte. Pedro Meyer, fotógrafo mexicano, dijo el otro día en Facebook que el pueblo mexicano es ideal para esta crisis de la gripe porcina: le encantan las máscaras y el apocalipsis. En Twitter, Hamletmaschine dejó caer un “Hora de repasar Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus” (yo agregaría La peste de Camus), Rougite clamó: “Tómenla, pinches gringos!!! Para que vean que el fin del mundo no se va a iniciar en Nueva York!!!” y Crorsa consideró que aunque haya apocalipsis uno no debe dejar de pagar sus cuentas (también, luego del fuerte temblor del volcán Popocatepetl, en medio de esta situación crítica de salud, agregó: “Suerte a todos con el Popo. Nomás falta que mi madre se venga a vivir conmigo”). Y Paozen publicó en Facebook la útil oración a San Influenza, que recomiendo llevar en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, no importa en qué punto del planeta se viva. Por su parte, la Cumbia de la Influenza lleva como medio millón de reproducciones en YouTube. También hay una genial galería de fotos, Pimp My Swine Flu Mask, sobre las ocurrencias que tuvo la gente para sobrellevar esta situación.

Yo agradezco y bendigo esa capacidad que tienen los mexicanos de transformar la propia muerte en una calaverita de azúcar. Algo habré recogido de ese espíritu durante mis casi dos décadas allá, pero es increíble cómo cambian las visiones y se pierde el humor cuando uno tiene un niño chiquito.

Ayer en la ducha recordé súbitamente la canción aquella de María Elena Walsh, la de Mambrú. Me encantaba de chica y de hecho se la canté mil veces a Astor bebé allá en Querétaro; en mi propia infancia siempre la había cantado con total inocencia acerca de los resfríos, una enfermedad leve y graciosa por los estornudos (“A-a-a-a-a-achús!”, decía la canción al final de cada verso). Fue ya de adulta cuando un día me di cuenta de que el divertido resfriado de Mambrú y sus cuates se trataba de los millones de soldados muertos durante la Primera Guerra Mundial, no a causa de los ataques bélicos sino por la epidemia mundial de gripe de 1918. Por no hablar del resto de la población, que también se contagió (dicen que por la guerra misma murieron 10 millones de personas; por la gripe, se manejan cifras entre 40 y 100 millones. No haber admitido la epidemia para no frenar los combates fue lo que más agravó el asunto, por eso le llaman “gripe española”: porque España, que era neutral, difundió lo que estaba pasando en su territorio). Espero que lo que vivimos hoy no sea el caso, una difusión masiva del mal. Al menos ahora se reconoció de entrada, por más pánico que haya causado. No creo en las teorías del complot o que el virus no exista, por cierto, pero por lo que cuentan o reflexionan quienes viven en el DF o en México en general las cosas son más complejas que lo que parecen a simple vista. Como sea, asusta.

Sin duda, más que “La canción del estornudo”, precisamos al brujito de Gulubú, o mejor dicho a aquel doctor manejando un cuatrimotor, con sus mágicas vacunas.

LA CANCIÓN DEL ESTORNUDO

María Elena Walsh

En la guerra le caía
mucha nieve en la nariz,
y Mambrú se entristecía.
Atchís.

Como estaba tan resfriado
disparaba su arcabuz
y salían estornudos.
Atchús.

Los soldados se sentaron
a la sombra de un fusil
a jugar a las barajas.
Atchís.

Mientras hasta la farmacia
galopando iba Mambrú,
y el caballo estornudaba.
Atchús.


Le pusieron cataplasma
de lechuga y aserrín,
y el termómetro en la oreja.
Atchís.

Se volcó en el uniforme
el jarabe de orozuz,
cuando el boticario dijo:
Atchús.

Le escribió muy afligido
una carta al rey Pepín,
con las últimas noticias.
Atchís.

Cuando el Rey abrió la carta
la miró bien al trasluz,
y se contagió en seguida.
Atchús.

“¡Que suspendan esta guerra!”
ordenaba el rey Pepín.
Y la Reina interrumpía:
Atchís.

Se pusieron muy contentos
los soldados de Mambrú,
y también los enemigos.
Atchús.

A encontrarse con su esposa
don Mambrú volvió a París.
le dio un beso y ella dijo:
Atchís.

Es mejor la paz resfriada
que la guerra con salud.
los dos bailan la gavota.
Atchús