Hace cinco años que murió Levrero. Me estoy convenciendo al fin: la cosa no tiene arreglo. Y sigo enojada, en el fondo, por su empecinada huída: ¿qué le costaba esperar un poco más? Fue un abandono dolorosísimo, incluso para gente que no lo conocía personalmente, pero para los que éramos sus amigos, sus interlocutores, sus referencias afectivas, fue y sigue siendo demoledor.

O quizás sí, quizás esperó más de lo que yo creo… El tipo no era de este mundo. Quién sabe desde cuándo escuchaba la llamada.

Murió Mario. Se fue Levrero, mi maestro, mi socio, mi hermanito del alma. Y es irremediable. Y es para siempre.