La señora que trabaja en casa de mis padres -bueno: lo de “señora” es parte de esa negación inconsciente con la que uno vive cuando deja atrás la propia juventud, ya que debe tener mi edad o menos- se llama Marta. Como casi todas las mujeres en Panamá, se viste, se arregla, camina irradiando un no sé qué, una vocación de Reina de la Belleza; no tiene inhibiciones para mostrar que quiere estar linda, que se siente linda, y que hará todo lo que esté a su alcance para resultar llamativa y sensual. Tampoco provoca ni seduce -nada de ese estilo “minita histérica rioplatense”, que tira los anzuelos sin consideración alguna y después no se hace cargo de la pesca-. Las panameñas simplemente se agradan así, vistosas, emperifolladas, en su mejor expresión y atractivo. Para sí mismas y para el prójimo. Y lo más sorprendente de todo es que ese estado interno no tiene relación alguna con su belleza externa, “objetiva”: una panameña llena de rollitos y celulitis en la panza cruza la calle, con su top ajustado y sus calzas de licra flúo, tal como si fuera la heredera al trono, motivo que la hace merecedora al innegable derecho de parar el tránsito con su paso majestuoso. No necesitan ser perfectas primero para ser bellas después (imagino que los índices de anorexia y cirugía plástica son mucho más bajos que por estos países). Para ellas, sentirse sexy es uno de los derechos humanos elementales; eso parecen compartirlo con las brasileñas, las cubanas y otras mujeres de los trópicos. No hay duda de que el sol acerca a la gente a la vida, a lo mejor de sí, porque finalmente la profecía se autorrealiza: al paso de estas Miss Panamá en cada semáforo, es inevitable reparar en ellas así sea por la actitud o lo que proyectan, por más que sean gordas, escuálidas, comunes o patizambas. En Uruguay se convertirían en señoras asexuadas, de cabello discretamente al hombro y teñido de claro, con un empleo público aburrido y un celular desde el que explicarle una receta a la empleada mientras vuelven a casa colgadas de algún ómnibus.

Marta no: Marta es panameña. Vendrá colgada, sí, de una chiva parrandera (autobuses que no merecen el grado de tales, si bien son pintorescos para quien no los padece), pero huele a flores e irradia sonrisas. Llega muy arreglada; no importa que al rato esté en ropa de trabajo y quizás descalza, en plena faena doméstica. La forma en que se presenta al mundo parece ser un tema de autoestima, de respeto por su familia, de acariciarse a sí misma. ¡Y no hablemos de cuando regresa a su casa, luego de la jornada laboral!: toma una ducha eterna, seguramente con ungüentos aromatizantes varios, se seca y arregla el pelo, se pone su minifalda y sus aretes, sus moños y sus encajes, se maquilla y luego sale decidida a que los hombres se den vuelta cuando pasa. Eso, sin la menor contradicción con su dulzura y su condición de esposa fiel, de madre amorosa. Nosotros -hombres y mujeres de estos lares- tenemos menos integradas esas facetas femeninas: la sexy es una peligrosa devoradora, de escudos contradictorios o de armas tomar (todo bélico, de dulzura nada); en cambio, la esposa y madre suele tener divorciado el erotismo, al menos en su manifestación pública (e, igual, si hiciéramos una encuesta…). Marta no, las panameñas no. Verla salir tan acicalada y despedirse hasta el otro día rumbo a su humilde barrio era un esperado momento durante mis visitas. Me divertía y me dejaba envidiosamente boquiabierta.

Un primero de enero, unos mafiosos del barrio irrumpieron en su casa, un copamiento; la hicieron callar y le pegaron un tiro en la cabeza a su joven hijo, que dormía acurrucado en la confianza del hogar, de su cama. Su único, queridísimo hijo (que además dejaba familia propia desamparada). El muchacho había intervenido para defender a alguien en los habituales prepoteos de estas pandillas y se la juraron: de escarmientos así están llenos los lugares soleados, como mi México. De golpe, el dolor se tragó a Marta, la envolvió en pesadillas de esas donde no hay Madre Universal capaz de consolarlo a uno. Que no haya ocurrido, volver el tiempo atrás, y si yo hubiera esto o aquello, no puede ser real... Pero, sí, había ocurrido, le ocurrió a ella. La noche oscura del alma. La injusticia, la impotencia, además del miedo paralizante. Porque esta gente sabía dónde vivían Marta y su familia, testigos presenciales; de hecho, habían podido entrar en la casa sin problemas, y por supuesto dejaron amenazas tras de sí. Pero nadie debería desestimar el innato poder de leonas de las madres.

Mucho tiempo después, se logró encarcelar a los culpables. Marta nunca sacó el dedo del renglón. Imagino que dormiría con mucho miedo, atenta a cada ruido; quizás el esposo tuviera un arma bajo la almohada. No lo sé, pero se logró justicia. Es decir, justicia legal, que el crimen no quedara impune. El duelo, el duelo no tiene arreglo: es para siempre. Únicamente se mitiga, uno aprende a integrarlo a su vida, a rearmarla bajo otra forma, pero no deja de tenerlo siempre ahí, como un convidado de piedra.

Hoy Marta sigue vistiendo riguroso luto, como acostumbran en su pueblo: toda la ropa negra (lo que en Panamá es un contrasentido: llama tanto o más la atención que cuando alguien aquí se viste de verde cotorra o fuchsia chillón). pero hace tiempo que empezó a arreglarse nuevamente; sigue queriendo estar linda (para su esposo, para sus nietos -que ya no para su hijo-, para los hombres, para sí misma). Se ríe cuando conversa con la señora Vera, un personaje de novela que los viernes va a planchar (y que le dice diablofuertes a los jeans, algo que me causó pánico en un principio, cuando me preguntaba por los míos: no le entendía, pero me era imposible evitar imaginar lujuriosos demonios atléticos sin camisa que me seguían a todas partes, aunque yo no pudiera verlos, y de ahí que ella considerara que eran mis diablos fuertes, pero al final resultó ser sólo un malentendido), y uno se pregunta cómo hizo para volver a reir luego del demoledor golpazo que le dio la vida. Obviamente, los efectos de dicho golpe irán con ella hasta la muerte, no tienen cura: el hijo no volverá. No se me ocurre dolor más insoportable que ver morir a mi hijo, y aquí no fue en sentido figurado, además. Pero ella optó por la vida, por tomar la vida, por volver a encontrar espacios de alegría, por seguir respirando y regalando sus perfumes.

Y vuelve a salir al final de la tarde, cada día, toda arreglada, encaramada en sus tacones altos y de minifalda. Negra, porque hay cosas que llevan sus larguísimos procesos. El vino está, pero uno tiene que sentirse preparado para volver a beberlo y a embriagarse. Lo importante es que el dolor, la pérdida, la culpa, lo que no fue, lo que ya no será, no nos lleve a decirle no a los vinos de la vida. “No ahora” está bien: es como la minifalda negra de Marta. Pero tener claro -aun durante los peores huracanes del duelo- que, si bien lo lacerante parece haberse convertido en nuestra  única realidad, esto también pasará. Y que, cuando esto pase -aunque nunca será olvido de lo perdido, como tampoco lo será de lo hermoso que se vivió, de la memoria que uno quiere defender-, uno seguramente querrá volver a brindar, a degustar la copa, a permitirse el juego del vino, a disfrutar la liviandad que emborracha en comunión; esa que, expansivos, nos hace arrojarnos a las exploraciones. Claro que eso sería, hoy, como querer que Marta vuelva a llevar su antigua ropa de colores.

Sin embargo, ella ha sido capaz de rearmarse desde la caída más terrible y elegir vestir, orgullosa, una minifalda negra.

Cómo me gustaría aprender las artes de sobrellevar un duelo tropical. Pero creo al escribir terminé detectando alguna que otra pista.


Y dirás frente al mar: ¿Cómo he podido
anegado sin brújula y perdido
llegar a puerto con las velas rotas?

Y una voz te dirá: ¿Que no lo sabes?
El mismo viento que rompió tus naves
es el que hace volar a las gaviotas.

(De El doliente, Oscar Hahn)