Nunca conoceré Alejandría, ni me tendrá cautiva un musulmán en su tienda de colores enclavada en el desierto. Ah, un macho de carreras, de pura sangre azul y cascos fuertes. Ah, sí, con riendas sujetándome. Qué alivio: la doma al fin. Me tendrán celos todas sus esposas. Pero me escaparé cuando menos se lo esperen, me iré bailando sola por las dunas, si acaso esto pasara. Y un gitano borracho, tan perdido como yo, se reirá de mis torpezas, de mis múltiples caídas de pies chuecos; entonces, para compensar, para distraerme y para homenajearme, sacará -como hacen los gitanos- esos violines que se destiñen de aguardiente, que exhalan de sí un tufo como a baraja rancia. Tan desafinados como intensos. Le agradeceré en silencio; me quedaré comiendo dátiles, si acaso esto pasara. No tendré sed y añoraré los libros. Los libros de Alejandría, que ya ni pueden tocarse.

Y tendré tiempo para mí. Desearé ser más joven, poder saltar otra vez a las fresquísimas aguas de mis oasis imaginarios. Y allí nadar, reina para siempre- sin testigos- de mi belleza solitaria. Ah, tiempo para mí. Si acaso esto pasara.

No, Alejandría quedará para después, según parece. Es lógico, es mucho más que sensato, a estas alturas. Pero entonces… ¿para cuándo quedará? ¿Sería demasiado pedir recorrer alguna vez sus callejones sucios, sus piedras malolientes de orín añejo y humedad? ¿Escuchar por un día a sus niños jugando, entre risas, burlándose de mí en un lenguaje raro? ¿Demasiado, para esta vida, su aroma a madera y cafetín, sus callejuelas de polvo, sus carnavales rengos, su música? ¿Seguirle la pista a los amantes de Cavafis, subir a la buhardilla de Clea, saber mirar a los ojos buscando el negro intenso de Justine? ¿Curarle a Hipatia las heridas? ¿Taparle el sol a alguien? ¿Sería eso acaso demasiado pedir?

Nada me solucionan las agencias de viaje.
Y bueno.